Soberanía, comercio e integración en el proyecto artiguista

¡Libre comercio! era el voto que pronunciaba el alma y la faltriquera de los hacendados en el Plata y que alimentó la adhesión a los movimientos revolucionarios. Para algunos allí debía terminar toda rebeldía, que podía incluso evitarse si España hacía concesiones o si se obtenía la libertad comercial por alguna otra vía. Por ejemplo, con la dominación portuguesa.

Hablan los hacendados

Como insinúa Mariano Moreno en la Representación de los Hacendados al virrey Cisneros, en 1809, la inconveniencia de las leyes se subsanaba con la violación de las mismas, es decir, con el contrabando, lo que, advierte, era doblemente dañino, porque se asumía la violación impune de la ley y se privaba al erario de los ingresos derivados del comercio legítimo. Contrabando del que acusa a los mismos comerciantes vinculados al monopolio, opositores a la apertura del comercio con Inglaterra. Pues estaba fuera de discusión quién sería la contraparte del tráfico: la primera potencia industrial y marítima, ansiosa por materias primas y por colocar manufacturas abundantes y baratas. Que el apoderado del consulado de Cádiz, un comerciante, clamara por la santidad de las leyes y la represión del contrabando, dice Moreno, “excita la risa de los que lo conocen”.

Invoca la incapacidad de la metrópoli, en medio de la invasión napoleónica, para atender las necesidades de sus colonias, tanto para abastecerlas como para la extracción de sus productos exportables que, alega, se acumulan en los galpones. Aunque hace reiteradas referencias a la labranza y a los labradores, en realidad las mercaderías acopiadas, sin salida, eran fundamentalmente cueros. Y ya sabemos que en gran medida eran fruto de una explotación destructiva, la corambre, y no de los sudores de sus representados. Pero Moreno, como apoderado del gremio de los hacendados, emprende una defensa que no se detiene en esas minucias aunque sí en la “miseria” de sus instituyentes y su nobleza al no rebelarse ante las nuevas medidas del virrey,[1] al que busca disculpar y proporcionar una salida elegante, considerando lo reciente de su asunción y su desconocimiento de la realidad local.

Para abundar en argumentos, recuerda los beneficios del comercio en Montevideo durante la breve y reciente dominación inglesa y cómo, por prohibir la circulación legal de las mercancías abandonadas con la reconquista de la plaza, el erario perdió un millón y medio de pesos, mientras que los promotores de esa medida hicieron fortuna con el tráfico ilícito.

 Moreno, al tiempo que maneja una ingente cantidad de hechos acude a argumentos de orden teórico. La libertad económica era también un postulado filosófico desde el siglo XVIII. Las ideas del mercantilismo, base del sistema monopólico, eran obsoletas hacía tiempo. Las habían sucedido nuevas doctrinas como la fisiocracia que recomendaba la no intervención del Estado en la vida económica, permitiendo el libre juego de las leyes naturales que la regían. Su consigna más conocida era “Laissez faire, laissez passer”, contra las reglamentaciones de los gobiernos y los gremios, que sólo interferían con las leyes de la naturaleza. Veinte años antes de que Adam Smith escribiera La riqueza de las naciones Richard Cantillonhizo una prolija crítica de los supuestos del mercantilismo, que se venían resquebrajando ya desde el siglo XVII con pensadores como William Petty, en quien Marx vio el fundador de la economía política moderna.

Gran Bretaña: el convidado de piedra

La expansión napoleónica fue un gran desafío y una terrible amenaza para Gran Bretaña. Si bien la guerra que asoló Europa nunca alcanzó sus costas, Napoleón adoptó contra la isla medidas de guerra económica: el bloqueo continental, letal para una producción industrial masiva que demandaba mercados. 

Inglaterra conoció una larga tradición de intentos por apoderarse de las posesiones españolas de Sudamérica o de sus riquezas, desde los corsarios isabelinos, y que prosiguió mientras concentraba su esfuerzo en construir su propio imperio colonial en América del Norte y en despojar a Francia del suyo.

En el siglo XVIII la América española era un mercado al que Gran Bretaña accedía indirectamente a través de la intermediación de los mercaderes de Cádiz o Sevilla o, directamente, por medio del Asiento negrero que le otorgó el tratado de Utretch[2] y del más permanente contrabando. Los planes de apropiación de los mercados hispanoamericanos, sobre todo después de la pérdida de sus trece colonias, por la conquista o mediante la secesión, preferiblemente con la creación de monarquías aliadas y libres de jacobinismo, tuvieron bastantes partidarios[3] y un gran gurú en Francisco de Miranda, residente en Londres y pensionado por la Corona, con buenos contactos en los círculos políticos, como nuestro conocido sir Home Popham. Inspirado en las seguridades de Miranda sobre el ambiente antiespañol en América, Popham se lanzó por su cuenta a la conquista del Río de la Plata. Sus éxitos iniciales, que incluyeron el saqueo de la tesorería de Buenos Aires, botín que fue exhibido en desfile triunfal en Londres, desataron varios planes de expansión en América del sur y una delirante especulación financiera ante la perspectiva de la conquista de mercados que compensaran las pérdidas europeas. Proyectos un tanto desfasados de la realidad por la lentitud con que llegaban las noticias a través del océano y que, en definitiva fracasaron, derrotados los ingleses por las fuerzas criollas, luego de un gozoso y breve período de libre comercio en la “muy fiel y reconquistadora”.

La invasión napoleónica a la Península Ibérica produjo una circunstancial alianza anglo-española, que imponía cierta prudencia en las relaciones con las colonias y con los movimientos más o menos insurreccionales que se produjeron desde 1808, a compás del levantamiento peninsular contra la dominación francesa, la lucha guerrillera, la formación de Juntas y el avance de posiciones liberales y populares en las Cortes. Esa prudencia exigía que también las colonias evitaran pronunciamientos independentistas si no querían enajenarse el apoyo británico. Es lo que el Plan de Operaciones, atribuido a Mariano Moreno, denomina “el misterio de Fernando”: darse instituciones en los hechos independientes, pero mantener la proclama de lealtad al Rey prisionero de los franceses.

Los británicos debían esforzarse para asegurarse los mercados hispanoamericanos contra los posibles avances franceses y las previsibles ambiciones norteamericanas, hechas explícitas por Monroe en 1823 pero ya manifiestas en 1810 con la ocupación de la Florida occidental autorizada por el presidente Madison, para redondear la compra de Luisiana a Napoleón en 1803. Los Estados Unidos sostenían un largo conflicto con su ex metrópoli, que en 1812 desembocará en la guerra. En tanto los americanos amenazaban las posesiones británicas en Canadá y desde 1807 aplicaban un embargo comercial, Inglaterra trataba de obstaculizar la expansión hacia el oeste y de frenar el tráfico norteamericano con los franceses. Esta situación hacía más necesaria la hegemonía sobre los mercados y los territorios hispanoamericanos.

Derrotado Napoleón, la hegemonía británica era incuestionable, pero no debía descuidar el delicado equilibrio de fuerzas en la Europa de la Santa Alianza monárquico-absolutista, que no integraba, pero en la que gravitaba decisivamente ni agravar las reclamaciones de España. Por lo tanto, el reconocimiento oficial a los nuevos y conflictivos Estados que iban surgiendo en América debía postergarse todo lo posible. El único peligro era que Estados Unidos se adelantara en reconocerlos, lo que le daría ventajas en las relaciones comerciales. Descontando que Estados Unidos era aún un país de segunda categoría, Inglaterra ejerció presión sobre el gobierno para evitar esa decisión, lo que convenía a la tradicional política aislacionista norteamericana en una época concentrada en la expansión constante de sus fronteras, por poblamiento, compra o conquista.[4]

La diplomacia británica se manejó en esos múltiples frentes con los instrumentos formales, cónsules y embajadores, dependientes del Foreign Office, y las más informales como los comandantes de la Royal Navy, que respondían al Almirantazgo, a los que se sumaban los agentes de la banca y el comercio, actuando en forma contradictoria cuando convenía hacer amigos entre interlocutores opuestos entre sí. De tal manera, el embajador Strangford consentía y refrenaba con parsimonia las apetencias del Regente portugués, don Juan, sobre la Banda Oriental y se oponía a los proyectos de su esposa, Doña Carlota Joaquina, de sustituir a su hermano Fernando VII en estas tierras.  Al mismo tiempo sir Sidney Smith, comandante de la flota para el Atlántico Sur, alentaba a Doña Carlota y conspiraba con ella, hasta que de pronto perdió su puesto y tuvo que marcharse.

La conquista francesa del reino de Portugal brindó a Inglaterra una útil cabeza de puente, comercial y diplomática, en América del Sur: el Brasil, donde la corte portuguesa se había refugiado con la protección británica. Si Portugal era desde hacía tiempo un aliado incondicional de Inglaterra, a partir de ese momento la dependencia fue completa. Más allá de que don Juan y doña Carlota pudieran tramar sus propios planes de engrandecimiento regional, su primer acto de gobierno en Río fue abrir los puertos al comercio inglés para luego firmar, con la mediación de Lord Strangford,[5] un tratado comercial que otorgaba beneficios fiscales a las mercancías de ese origen. Esto dio lugar a un desenfrenado flujo de todo tipo de mercancías –hasta patines de hielo, según Kauffman. “Napoleón había privado a Inglaterra de un mercado; pero Inglaterra, a su manera enfurecida, ya estaba en proceso de hacer acopio de otro”.[6]

El proyecto económico del federalismo artiguista

Las Instrucciones a los diputados orientales al Congreso Constituyente a celebrarse en 1813, además de los aspectos institucionales y políticos, contemplaban algunas condiciones y lineamientos económicos en cuanto a las relaciones interprovinciales y con Buenos Aires. Si bien son aún someras, está claro que ya Artigas enfocaba algunos proyectos: el arreglo de los campos, la unificación del mercado interno y la autonomía económico-administrativa de las provincias así como la igualdad de los puertos. 

El art. 15 reserva para la Provincia la disposición de las tierras realengas y otros bienes así como de las multas y confiscaciones que se aplicaban antes al Rey “mientras ella no forma su reglamento y determine a qué fondos deben aplicarse, como única al derecho de hacerlo en lo económico de su jurisdicción”.[7]

El art. 14 establece que “Ninguna traba o derecho se imponga sobre los artículos exportados de una Provincia a otra”, aboliendo las aduanas interiores y tasas del antiguo régimen y todo obstáculo, administrativo o de otro tipo, consagrando no sólo el libre intercambio entre las  provincias sino la libre navegación de los ríos para los confederados, pues “ningún barco destinado de una Provincia a otra, será obligado a entrar, anclar o pagar derechos en otra”, al tiempo que “Ninguna preferencia se dé por cualquier regulación de comercio o renta a los [puertos] de una provincia sobre los de otra”.

Así como rechaza el monopolio portuario de Buenos Aires también descarta el de Montevideo, disponiendo la habilitación de los puertos de Maldonado y Colonia, y no sólo porque en ese momento la ciudad estuviera bajo poder español [arts. 12 y 13]. En Montevideo dominaban los comerciantes monopolistas que se beneficiaban con los privilegios de que gozara la ciudad bajo el poder español,  y los grandes hacendados que obstaculizarán la aplicación del Reglamento de 1815. Y ya sabemos la poca confianza que merecía a Artigas el patriotismo montevideano.[8]

Buenos Aires intentaba concentrar los intercambios en su puerto lo cual le permitía, además de la dirección de la vida económica y las relaciones internacionales, apropiarse de las rentas aduaneras, uno de los pocos recursos fiscales con que se podía contar en medio de la guerra con España, las luchas interiores y la resquebrajada organización que subsistía de la colonia.  Por otra parte, aunque Buenos Aires no ejercía el gobierno efectivo más allá de su provincia, asumía en el exterior una representación nacional.  Sin contar que los gobiernos porteños, salvo en los primeros tiempos de la revolución, tenían objetivos esencialmente provinciales, incapaces de una visión nacional y, mucho menos, americana.[9]

Buenos Aires, el litoral y las provincias del centro y el norte

Las Instrucciones planteaban, en 1813, que la capital de las Provincias Unidas no podía ser Buenos Aires [Art. 19], en lo que coincidían con el modelo constitucional propuesto por Juan Bautista Alberdi en 1852. En ambas ocasiones fue algo inadmisible para la capital del ex virreinato. Probablemente esa sola disposición habría bastado para el rechazo de los diputados orientales. 

 Las bases institucionales del federalismo serían ilusorias en tanto se mantuviera la hegemonía económica de Buenos Aires, como en efecto lo fueron en la solución federal-centralizadora que finalmente se consagró, como solución a tan largos y cruentos enfrentamientos. Aún así la constitución de 1853 fue resistida por Buenos Aires, que se mantuvo segregado hasta 1859 cuando, derrotado otra vez en Cepeda, se vio obligado a entrar en la Confederación. Sin embargo continuó en guerra con las provincias hasta que, con el triunfo de Mitre en Pavón (1861), logró derrocar a las autoridades federales e imponer su poder a escala nacional, reformando la Constitución en detrimento de las provincias y en beneficio de Buenos Aires, puerto y provincia. La intención de federalizar la capital fue resistida tenazmente por décadas, lo que hacía que los impuestos aduaneros se volcaran a la provincia y no a la nación.

En la fórmula organizativa adoptada para la Confederación, y más aún con la reforma mitrista, se impone un régimen de libre comercio sin restricciones, no sólo en beneficio de la campaña y el puerto-capital sino también de los intereses del litoral, representativos de los grandes hacendados, como el propio Urquiza.

En el proceso de consolidación del poder artiguista y de la causa federal, así como en el posterior abandono de Artigas por los caudillos del litoral, además del posible temor al radicalismo revolucionario[10] del Protector y la efectiva invasión portuguesa en Misiones y Corrientes, hubo motivaciones de orden material. Las mismas que permitieron la construcción de la Liga Federal llevaron a su destrucción. Perdido Montevideo con la rendición a los portugueses, ocupado el territorio durante los seis años de la Cisplatina y segregada la provincia con la independencia, dejó de existir la opción de otro puerto de ultramar para las provincias ganaderas del litoral. Se consolidó lo que Aldo Ferrer llama el “modelo de economía primaria exportadora”, surgido a fines del período colonial, que caracterizó a la Argentina por largo tiempo y que sólo convenía a los hacendados y comerciantes de Buenos Aires y el litoral. El proyecto artiguista representó una posible alternativa a ese modelo.

La región noroeste, además de la actividad agropecuaria y una limitada explotación minera, desarrolló durante la colonia una producción artesanal –tejidos de algodón y lana, muebles, carretas, artículos de cuero, alimentos y derivados del sebo. En parte esta elaboración, durante la colonia, estaba en manos de los miles de indígenas encomendados en las grandes fincas rurales, que producían la materia prima. Estos artículos se destinaban al mercado regional o interregional, un tráfico dinamizado por la cercanía del Potosí, centro exportador y proveedor de plata, lo que le permitía cierto grado de prosperidad, a pesar de su baja productividad, precariedad técnica y la estrechez del mercado interno. La pérdida del Alto Perú con la independencia significará un estancamiento irreparable. Las dificultades de los transportes impedían que pudieran abastecer mercados más lejanos, como los platenses.

Más frágil era la situación en las regiones de Cuyo y el Centro donde, además de la actividad agropecuaria, también existían industrias artesanas –textiles, metales, cueros, vino, frutas secas- que vendían al litoral en pequeño volumen. También en Misiones subsistía una tradición artesanal guaraní que le permitió a Artigas tener allí una fábrica de pólvora y una primitiva metalurgia que, utilizando la piedra itá-curú como en tiempos de los jesuitas, o hierro que enviaba Artigas desde Purificación, era capaz de fabricar lanzas y reparar armas de fuego.

Las necesidades y aspiraciones de estas provincias eran muy diferentes que las de las zonas ganaderas de Buenos Aires, el litoral y la Provincia Oriental, de más tardío desarrollo. La irrestricta libertad de comercio significaba la ruina y la dependencia total de la capital-puerto.

 Sólo el proyecto federal artiguista comprendióesadiversidady por eso era el único con capacidad de integración real y paritaria de las provincias. Además Artigas tenía una visión económica diferente: se orientaba al fomento de las industrias, mediante una política proteccionista, en la que los impuestos aduaneros tendrían no sólo un fin recaudador, sino que debían ser instrumento para impedir la competencia destructiva de las mercaderías extranjeras. No hay que olvidar que la industria inglesa reproducía los artículos de uso regional, como los ponchos, para traerlos luego más baratos y abundantes. Cuando no se nos surtía con las cien mil bombachas que Francia no había podido vender al ejército turco con el fin de la guerra de Crimea.

En la versión santafesina de las Instrucciones[11] el art. 17, luego de establecer que todas las tasas sobre las mercancías importadas serían iguales en todas las Provincias Unidas, dice: “debiendo ser recargadas todas aquellas que perjudiquen nuestras artes o fábricas, a fin de dar fomento a la industria en nuestro territorio”.[12]

 La regulación del comercio exterior

El gobierno artiguista de la Provincia Oriental además de la preocupación por el “fomento de la campaña” se ocupó de regular el comercio exterior y la administración de las rentas aduaneras. Todos estos actos revisten carácter provisorio, en tanto no estuviera resuelta la organización nacional. La invasión portuguesa pondrá fin a estas experiencias, a compás de las derrotas de las fuerzas patriotas a lo largo de cuatro años.

Se restauró el Consulado de Comercio de Montevideo, suprimido durante la dominación porteña, que estaba en la órbita del Cabildo, pues anualmente uno de los regidores ejercía la presidencia.

A la aduana de Montevideo se le confirió superioridad jerárquica sobre las de los puertos de Colonia y Maldonado, por lo que su Administrador de aduanas tenía el carácter de Tesorero General. También presidía el tribunal que decidía sobre los bienes de extranjeros, lo que se aplicaba a los emigrados, enemigos de la revolución. Los receptores de impuestos debían rendir cuentas a los Administradores de su jurisdicción y éstos al de Montevideo. María Julia Ardao los designa “ministros de Hacienda”. El sistema estaba bajo la supervisión de Artigas. En noviembre de 1815 el contador de la Aduana de Montevideo efectuó una visita de inspección y ordenamiento a las aduanas y receptorías, de la que informó a Artigas en Purificación. Con su consejo, éste aprobó una ordenanza y procedió a organizar la Administración de Correos. La guerra no impedía la actividad organizadora y administrativa.

Consultado en Purificación por el comandante de la flota británica sobre las condiciones del comercio exterior, el 9 de setiembre de 1815 Artigas promulga un reglamento de comercio y aduanas válido para el enorme territorio de la Liga Federal.

Es una normativa arancelaria que hay ver en relación a los principios de las Instrucciones sobre la igualdad de los puertos y de las provincias: se fija un arancel único a pagar en el lugar de origen o destino, descartando la doble tributación. Artigas excluye a los extranjeros del lucrativo comercio de intermediación, pues establecía que la introducción de las mercancías importadas al interior debía ser “privativa de los Americanos, quienes, en retorno, podían conducir efectos del País para sus cargamentos”.[13] Los extranjeros podían adquirir los productos del país a través de agentes del Consulado y nunca directamente a los productores: los consignatarios debían ser criollos.

Además de los derechos de anclaje en los puertos, establece la tasa por importación de mercaderías de ultramar que sería del 25% sobre el valor de venta, salvo artículos de consumo general como tabaco negro, papel, loza, vidrios, que pagarían un 15%. Los aranceles aumentaban hasta 30 o 40% para los que eran competitivos con la producción local (caldos y aceites, ropas y calzado). Si los productos procedían de América el arancel bajaba al 4% y enumera: caldos, nueces y pasas de San Juan y Mendoza, lienzos de Tocuyo y algodón de La Rioja, yerba y tabaco del Paraguay, ponchos, jergas, aperos, harinas y trigo. Estaban libres de impuestos: máquinas, instrumentos de ciencia y arte, libros e imprentas, pólvora, azufre, salitre, azogue, medicinas, armas, plata y oro, maderas y tablazones.

Se buscó fomentar las exportaciones con muy bajos gravámenes: apenas un 4% de impuesto, con excepción de los cueros, vacunos o caballares, que pagaban un 6% (4% de alcabala y 2% de subvención) más un real por unidad, destinado al ramo de guerra. La plata sellada y la plata labrada se recargaban con un 6 o un 12%, el oro sellado un 10%; 8% para las pieles de nutrias, guanacos, venados y carneros, las suelas y badanas, las crines, el sebo, etc. Se podían exportar sin pagar arancel las harinas de maíz y galletas, lo que se dirigía sobre todo al abastecimiento de los navíos.

Hay que recordar la necesidad imperiosa de recursos en medio de una guerra y de recuperar la producción, devastada por la emigración masiva del año 12, la necesidad de abastecer a los ejércitos así como la cantidad de hombres que abandonaban sus tareas para incorporarse a las luchas. Sin embargo Artigas denegó la propuesta del Cabildo de implantar nuevos impuestos a los comerciantes, naturales y extranjeros. “A mí no se me esconde la necesidad que tenemos de fondos para atender a mil urgencias […] pero la voz sola –contribución- me hace temblar”.[14] Se procuraba recursos vendiendo cueros, sebo, crines y otras mercancías por lo que Purificación fue, en su corta vida, no sólo un campamento militar o una prisión[15] sino un poblado y un centro productivo. Además de textos escolares, elementos para el culto religioso e instrumentos musicales, Artigas solicita al Cabildo herramientas, cuchillos flamencos para “el cuerambre”, semillas y árboles de plantío, que dice esperar con ansia. Allí vivían no sólo los confinados y sus familias sino los soldados del ejército artiguista con las suyas. Entre los pobladores estaban Ana Monterroso, sobrina del secretario del Jefe, y Juan Manuel, uno de los hijos de Artigas e Isabel Sánchez, oficial patriota que allí casó con Juana Ayala.

En mayo de 1815 Artigas abrió los puertos fluviales al comercio, en el que prosperaron los británicos y muchos de los enemigos confinados en Purificación, que tenían la experiencia y los medios. Los barcos y los comerciantes británicos se desplazaban por los ríos Uruguay y Paraná, pues para ellos poco interesaba la disputa entre unitarios y federales; en lo posible no había que mezclar las transacciones con unos y otros. Los problemas de los hermanos Robertson se debieron a no tomar esta precaución y a la idea, tan característica, de que su condición de súbditos británicos los protegía de todo y de todos. Sus andanzas, consignadas en sus memorias, nos dejan un cuadro bastante fidedigno de la época, más allá de sus valoraciones y opiniones.

El “gaucho” pelirrojo, Pedro Campbell, Luis Lanche y otros, con sus escuadrillas fluviales, protegían y organizaban el tráfico en el Uruguay y el Paraná y mantenían el bloqueo a Buenos Aires; los soldados preparaban y custodiaban los envíos. Si creemos a los Robertson, esa protección tenía su costo. Una flota mercante, compuesta de barcos menores –zumacas, balandras, faluchos- surcaba los ríos uniendo las distintas poblaciones y puertos. “Los soldados hacían también, al decir de Monterroso, sus cueritos a escondidas y como los buques salían muchas veces fletados por cuenta de particulares, les era fácil realizar su importe y ese dinero era el que alimentaba el comercio de numerosas pulperías y tendejones que en seguida se establecieron en el lugar”.[16]

En el río revuelto no faltaban pescadores, grandes y pequeños; el francés Lanche, a pesar de sus triunfos militares terminó castigado por Artigas en razón de sus abusos y arbitrariedades. En Colonia y Maldonado el contrabando seguía tan campante. Los Administradores veían las pulperías y almacenes repletos de mercaderías que no habían pasado por la aduana. Los mismos comandantes militares a veces recurrían al contrabando como fuente de recursos. Los comerciantes ingleses a su vez actuaban sin el menor recato, amedrentando a los pobladores con cuentos de invasiones, para que vendieran a bajo precio, según relata Larrañaga, y matando ilegalmente los lobos marinos, que Maldonado consideraba de su pertenencia, para aprovechar las pieles.  

Artigas tenía una especial preocupación por inculcar virtudes a sus conciudadanos y se dirige al Cabildo de Montevideo recomendando la aplicación de sus disposiciones y la severidad con el que “fuese ilegal en sus contratos o al que por su mala versación degradase el honor americano”. Explica que debe enseñarse “a los Paysanos a ser virtuosos a presencia de los Estraños, y si su propio honor no los contiene en los límites de su deber, conténgalos al menos la pena con que serán castigados”.[17] El ubicuo Lucas Obes experimentó personalmente este criterio al verse preso en Purificación y su almacén naval embargado, por sus desprolijos manejos de los fondos públicos.

Del mismo modo debe actuarse respecto a los comerciantes extranjeros, haciendo cumplir la normativa que incluía una medida de guerra: los que comerciaran con la Liga Federal no podían hacerlo con Buenos Aires. Ante la protesta británica, Artigas dice al Cabildo: “Si no le acomoda, haga V.S. retirar sus buques de estas costas, que yo abriré el comercio con quien más nos convenga […] Los ingleses deben conocer que ellos son los beneficiados y por lo mismo jamás deben imponernos, al contrario, someterse a las leyes territoriales según lo verifican todas las naciones, y la misma inglesa en sus puertos”.[18] Una buena lección de dignidad en las relaciones internacionales, aún en una situación crítica como la que  enfrentaba. Pero que no era de mucha ayuda para granjearse la buena voluntad del Imperio, enemigo de todo “jacobinismo” revolucionario. No olvidemos que el Cónsul inglés en Buenos Aires, en informe a su gobierno, había criticado el Reglamento de Tierras por destruir las propiedades y buscar la igualdad “sobre la base de hacer a todos igualmente pobres”. Y ya se sabe que el exceso de virtudes no es bueno para los negocios.

El comercio, la guerra y las relaciones internacionales

Quizás Artigas sabía que podía haber otros interesados en el comercio: por ahí andaba el representante consular norteamericano en Buenos Aires, Thomas Halsey, que visitó Purificación y llegó a un acuerdo comercial y diplomático con Artigas. Él fue el portador de las patentes de corso otorgadas para barcos norteamericanos, lo que ampliaba la capacidad bélica del sistema. Más importante era que un acuerdo de este tipo implicaba un informal reconocimiento a la Liga como potencia beligerante y a la autoridad de Artigas para representarla.

Los corsarios artiguistas

En el Plata, Colonia fue el principal puerto corsario artiguista, con patentes otorgadas por Lavalleja, comandante de la plaza, para interferir con el comercio portugués con Buenos Aires. Careciendo de fuerzas navales, el corso era un medio de llevar la guerra al mar, atacando los buques enemigos, con grandes beneficios para los corsarios que se apropiaban de los cargamentos, con un porcentaje para el que otorgaba la patente. Luego de la pérdida de Montevideo y Colonia los barcos corsarios se armaban en puertos norteamericanos.[19]  En varios periódicos de esa nación aparecen noticias de Artigas y la Liga Federal, la guerra en dos frentes, las “guerrillas” artiguistas. Algunas son fidedignas, otras exageran o caen en el dislate, pero nos muestran que el proceso no fue ignorado, despertaba interés y dividió la opinión: algunos se inclinaban por apoyar a los patriotas –sobre todo la prensa de los centros portuarios- y otros por la neutralidad, que era la línea oficial del Secretario de Estado John Quincy Adams, que presentaba la revolución de independencia como un conflicto interno.  “Desde el momento en que empezó la guerra civil entre España y sus colonias […] la política de los Estados Unidos consistía en observar entre las dos partes una estricta neutralidad imparcial. En su carácter de nación extranjera los Estados Unidos […] se hallan autorizados para acordarles a las partes comprometidas en ella, iguales derechos…”.[20]

El corso artiguista no sólo puso a la Liga Federal en el mapa de las noticias para Europa y Norte América. En 1817 provocó un gran debate en el Congreso, promovido por las protestas  diplomáticas de España y Portugal ante el gobierno norteamericano, pues su marina mercante y su comercio sufrieron grandes pérdidas a manos de los corsarios, que llegaban a atacar navíos de guerra. Los grandes temas en discusión eran si se podía considerar o no a las ex colonias como Estados, si se debía apoyarlos, si el corso implicaba un reconocimiento. Triunfó un reforzamiento de la ley de neutralidad pero, como señala Beraza, los intereses en juego eran demasiado importantes por lo que prevaleció una tolerancia tácita. Por tanto, el corso siguió existiendo, siendo utilizado también por Buenos Aires, Venezuela y hasta por las metrópolis ofendidas, España y Portugal.

Para que el corso tuviera valor legal debía ser reglamentado. Según Beraza la Ordenanza General del Corso aprobada por Artigas en Purificación en 1816 demuestra “un dominio del derecho de gentes que sorprende. Esgrime los principios del derecho internacional público (…) con la soltura y prestancia del verdadero campeón que fue”.[21] Acertadamente subraya un concepto que deriva del primer artículo de esa Ordenanza: el de ciudadanía americana. Dispone que los corsarios, mientras estuvieran al servicio del Estado, “gozarán aunque sean extranjeros de los privilegios e inmunidades de cualquier ciudadano americano”. Acá está planteada la idea de la unidad continental y de la ciudadanía común de todos los nacidos en América. Esta noción se refuerza en el art. 10º: las naves declaradas buena presa son las pertenecientes a los enemigos, no sólo de las provincias de la Liga Federal, sino de “otras cualesquiera del continente americano”.[22] La concepción americanista era compartida por hombres como San Martín y Bolívar, que la llevaron a la práctica con gran sacrificio personal y contra las orientaciones políticas que en definitiva predominaron.[23]

Un cierto tratado comercial 

Aunque, en informe al Almirantazgo el 15 de agosto de 1817, el comandante de la escuadra británica en el Plata da casi por perdida la causa artiguista, el tráfico con las provincias de la Liga Federal era demasiado importante para desaprovecharse.[24] Días antes había comisionado al teniente de navío Eduardo Frankland a Purificación para celebrar un tratado comercial, a propuesta de Artigas. Este acuerdo, firmado el 7 de agosto, seguía los lineamientos de las regulaciones artiguistas de 1815 y concedía un tratamiento preferencial al comercio británico.

Este tratado fue divulgado y comentado por la prensa europea, en particular francesa e inglesa, con información y opiniones sobre Artigas, la Liga Federal y la lucha contra Portugal. El Correo de Londres descreyó de la noticia puesto que significaba un reconocimiento de la independencia de las colonias y el abandono de la neutralidad que la Corona había adoptado en el conflicto. El Comandante Bowles y el cónsul Staples ratificaron el tratado, quizás pensando que sólo tendría significación local. No se dieron cuenta que, como señala María Julia Ardao, este acto implicaba un virtual reconocimiento a “la existencia de un Estado sujeto de derecho internacional”,[25] algo que Gran Bretaña no había otorgado aún a ninguna de las ex colonias y no haría hasta la década siguiente. En consecuencia el Gobierno de Su Majestad no refrendó el convenio, que Artigas en cambio difundió en los puertos del Protectorado.

A modo de conclusión: ¿a qué herencia renunciamos?

Ciertamente la política agraria del artiguismo no tuvo continuidad en nuestra historia, por lo menos en realizaciones efectivas.  El Uruguay independiente también renunció a otras herencias de la Patria Vieja, lo que puede dar idea de las profundas oposiciones que despertaba  Artigas y que alimentaron deserciones y traición. El concepto americanista fue desplazado por el nacionalismo estrecho, en la necesidad de construir un Estado nacional que, hasta cierto punto, fue impuesto, y luego por una necesidad de autoverificación permanente. La conciencia de la unidad latinoamericana planteada, con diversos sentidos, por Rodó, Quijano, Trías, Arismendi, Galeano, hoy se ha visto oscurecida, aún en su más limitada dimensión económica. 

La independencia en las relaciones internacionales unida a la defensa de la soberanía en el terreno económico, que puede ser considerada otra herencia del artiguismo, tuvo algunas reivindicaciones, pero en la práctica política fue ambigua y parcial, por decir lo menos. La globalización y la negación de la categoría “imperialismo” en los tiempos recientes transformaron estos postulados en signos de fundamentalismo y atraso, bajo la tacha de ser “ideológicos”.

La oposición entre liberalismo comercial y proteccionismo, el programa de un desarrollo industrial nacional, tiene que esperar hasta comienzos del siglo XX para aparecer asociado a  los batllismos –primero y segundo. En los tiempos de la revolución era casi impensable, por eso es tan excepcional el proyecto de Artigas. La crisis económica que vivió el Uruguay en la segunda mitad del siglo pasado desmereció la orientación proteccionista y validó el liberalismo económico, con el refuerzo proporcionado por la ola neoliberal, desreguladora y privatizadora, que anegó el mundo.

Hay que recordar que, pese a su penuria, Artigas no buscó préstamos ni inversores extranjeros, como otros gobernantes y caudillos, que hicieron nacer a los Estados ya endeudados. Y asimismo, que fue un gran derrotado, como también lo será, décadas más tarde Francisco Solano López, entre otras cosas, por negarse a aceptar las inversiones y los préstamos británicos. La defensa de la soberanía tampoco es un mérito cuando se trata de negocios.


[1]  Baltasar Hidalgo de Cisneros, acuciado por la penuria financiera, había permitido la apertura del comercio pero, ante la oposición del Consulado de Comercio y el Cabildo, donde predominaban los comerciantes vinculados al comercio monopolista, retrocedió. 

[2] Este tratado que entró en vigor en 1715 le confería a Inglaterra, por 30 años, el monopolio del tráfico de esclavos en América española.

[3]  “Castlereagh (…) abogaba por la creación de monarquías independientes, en lugar de los virreinatos españoles, bajo príncipes convenientes…”. En febrero de 1808 sir Arthur Wellesley, duque de Wellington,  escribía que la conquista de las colonias españolas fracasaría, “y por lo tanto, considero que el único modo de que ellas puedan ser arrancadas a la Corona de España es por una revolución y con el establecimiento de un gobierno independiente dentro de ellas”. Cit. por Kaufmann, W.W. La política británica y la independencia de la América Latina. (1963) Caracas, Universidad Central de Venezuela. P. 46-47

[4]  En 1818 Andrew Jackson invadió la Florida oriental, forzando a España a vender el territorio por cinco millones de dólares, no pagados, sino destinados a saldar reclamaciones de EE.UU. contra España. España también cedía el territorio de Oregón y se reconocía su soberanía sobre Texas, lo que ya sabemos cómo terminó. [Tratado Onis-Adams]

[5]  Lord Strangford, el embajador que había organizado la fuga de la corte de Lisboa, apareció en Río de Janeiro en julio de 1808 con instrucciones de Canning “de hacer de Brasil un emporio para las manufacturas británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur”. Kaufmann. Cit. P. 63 Cuando el príncipe regente Don Juan fue coronado Rey en 1816 lo primero que hizo fue reclamar a Inglaterra la sustitución de Strangford.

[6]   Idem.

[7]  El texto de las Instrucciones es tomado de: Narancio, E. y otros. Artigas. (1960) Montevideo: El País

[8] Aún en momentos en que su poder parecía afirmarse, Artigas expresó, en carta reservada a Rivera, que en Montevideo “no advierto un solo rasgo que me inspire confianza. […] de modo que me hacen creer que entrado en esa plaza todos se contaminan”. Amenazaba con “una alcaldada”: “Pienso ir sin ser sentido, y vería usted si me arreo por delante al gobierno, a los sarracenos, a los porteños y a tanto malandrín que no sirven más que para entorpecer los negocios”. Ribeiro, A. 200 cartas y papeles de los tiempos de Artigas. (2000) Montevideo, El País. T. II. P. 133.

[9]  Bernardino Rivadavia, que en 1824 ostentaba en Londres el título de Ministro Plenipotenciario de las Provincias Unidas, era apenas un representante de Buenos Aires, no duda negociar en Londres la explotación de las minas de Famatina, en La Rioja. Con sus socios británicos, el banco Hullet Bros. llegan a crear una fantasmal sociedad por acciones para recaudar capitales con ese objeto. Esta actividad que implicaba un engaño a los inversores ingleses, desconocía por supuesto la capacidad de la provincia para explotar sus propias riquezas y provocó un duro enfrentamiento con Facundo Quiroga quien, además tenía sus propios proyectos de explotación minera y de acuñación de moneda, en sociedad con prominentes capitalistas porteños y la Baring Bros. Pero al menos Facundo controlaba La Rioja.

[10] El historiador correntino Hernán Gómez se agravia, un siglo después, por lo que él entiende revanchismo de los guaraníes contra las élites de su provincia en la que es nombrado gobernador por Artigas. Tampoco hay que olvidar que el federalismo fue adoptado por muchos grandes propietarios, algunos ex encomenderos, que se enfrentaban a la hegemonía porteña pero no compartían la política social de Artigas.

[11] Se conocen varias versiones locales cuyo estudio excede este trabajo. Su interés radica en que reflejan las distintas visiones y preocupaciones de las regiones y poblados. La versión “clásica”, firmada por Artigas, corresponde a la copia que envió a la Junta del Paraguay, tratando de que participara del Congreso. Las instrucciones “santafesinas” fueron entregadas por el Cabildo de Santa Fe a sus delegados en el Congreso de Oriente en 1815 y afirman ser copia de las instrucciones de 1813, según constan en su archivo. 

[12] Reyes Abadie, W. Melogno, T. Bruschera, O. Artigas. (1966) Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social. P. 237

[13] Narancio, E. y otros. Cit. P. 116

[14] Carta al Cabildo. Cit. en Street, J. Artigas y la emancipación del Uruguay. (1967) Montevideo: Barreiro y Ramos. P. 174

[15] A pesar de lo que dijo la leyenda negra la intención de Artigas de confinar allí a los enemigos del sistema tuvo escaso cumplimiento por el Cabildo de Montevideo. Según Bauzá, de los 40 españoles “de escasa representación social” apresados por el Cabildo sólo fueron remitidos a Purificación 8 o 10, pues “les daba escape con diversos pretextos”. Bauzá, F. Historia de la Dominación Española en el Uruguay. (1929) Montevideo, El Demócrata. T III. P. 234

[16]  Rebella, J.A. Purificación. Sede del Protectorado de los Pueblos Libres. (1981) Montevideo: Clásicos uruguayos. P. 107

[17] Narancio, E. y otros. Cit. P. 116

[18] Ibidem. / Street, J. Cit. P. 176

[19]  En 1819 el Richmond Enquirer publica una lista de 43 “privateers” patriotas, armados en Baltimore, Nueva Orléans, Nueva York, Filadelfia y Charleston. Llevaban la bandera de Artigas y frecuentemente sustituían el nombre original por un alias más apropiado a su condición: Patriota, Gen. Artigas, Constitución, Libertad, Enemigo de los Tiranos, etc. Desde la invasión portuguesa los buques de esa bandera también eran “buena presa” para los corsarios –y recíprocamente. En el mismo año el Niles’ Weekly Register de Baltimore denuncia abusos de la bandera de Artigas en estas actividades aunque no culpa de ello a los sudamericanos sino a sus compatriotas. En 1820 se alarma porque calcula que entre 15 y 20 mil hombres se dedican al corso, con lo cual “nuestro país es drenado de sus marinos”. La lucha de Artigas vista por periódicos norteamericanos de aquella época. (1974) Montevideo: Estado Mayor del Ejército. Al margen: la novela de Alejandro Paternain La cacería es una notable pintura del corso ariguista.

[20]  Cit. en Narancio, E. y otros. Cit. P. 171. Adams, Secretario de Estado de James Monroe, es considerado el autor intelectual de la famosa declaración presidencial de “América para los americanos”.

[21]   Ibídem. P. 167

[22] Ibídem.

[23] En 1819 San Martín desobedeció la orden del Director Supremo Rondeau de posponer la campaña del Perú y volcar las fuerzas del ejército de los Andes en las luchas con las provincias. Renunció a su cargo y a poco cayó el gobierno de Buenos Aires, por lo que la campaña del Perú fue comandada por un general designado por sus oficiales, ya que San Martí les informó de la situación y estuvo a su decisión. Y, aunque conservó para sus fuerzas la bandera de las Provincias Unidas, consiguió que Chile, al que él había liberado, fuese el Estado que patrocinaba la expedición contra el bastión españolista de Perú, y contribuyera con tropas y armas.

[24]  Para dar una idea del volumen del comercio: según John Street el tesoro de Corrientes, que en 1815 estaba en bancarrota, a fines de 1816 tenía un superávit de £ 6000, que se usó en la compra de armas y municiones.

[25] Narancio, E. y otros. Cit. P. 116

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