El Chasque Nº46

23/10/2020
EL RENACIMIENTO DE LA POTENCIA PLEBEYA

La victoria del MAS en Bolivia no puede menos que alegrarnos y es motivo de festejo para todas las fuerzas, no solo de izquierda y progresistas de América Latina, sino para todo aquel que tenga un compromiso serio con la democracia.

No es solo la derrota de una dictadura, de claro cuño oligárquico y racista, sino que también reabre el camino para la profundización de “el proceso de cambio” y la revolución democrático-cultural del hermano país.

Su significado histórico es muy grande, fundamental, para todos los Latinoamericanos. Un proceso de transformaciones que tiene como objetivo estratégico el socialismo logra derrotar una dictadura de claro signo contrarrevolucionario. A diferencia del golpe contra Salvador Allende en 1973, que se transformó en una dictadura de casi dos décadas, la dictadura boliviana, con todo el apoyo internacional de la OEA, EEUU, y un conjunto de gobiernos serviles de América Latina, apenas si alcanza el año, en el que han destruido mucho de lo conquistado, pero que lejos está de la destrucción que supuso la dictadura pinochetista, entre otras razones porque no lograron destruir la “fuerza política real” que llevó a cabo el proceso de cambio.

Son muchas las lecciones para todos los latinoamericanos que se pueden extraer del proceso boliviano, que nos pueden permitir ser más profundos en los necesarios procesos de autocrítica para continuar y avanzar en los imprescindibles procesos de transformaciones que urgen en América Latina.

La victoria del MAS confirma que en América Latina no vivimos un intelectual fin de los procesos de cambio, un fatalista “fin de la era progresista” como era planteado por lo menos en algunas versiones de esta tesis, sino procesos mucho más complejos, caracterizados por la dialéctica de la cual hablaba Rodney Arismendi entre revolución y contrarrevolución. Nuestro continente hace ya muchas décadas tiene determinadas condiciones objetivas para revoluciones de carácter democrático y antiimperialistas que pueden devenir socialistas. La primera confirmación práctica de esta tesis fue el proceso revolucionario cubano, el cual dio un impulso fundamental al proceso revolucionario en América Latina, pero ese impulso que significó la revolución cubana fue posible por la existencia de condiciones estructurales objetivas que no se han modificado, que siguen siendo parte de nuestra realidad, que podemos decir que se han profundizado en gran medida: la dependencia del imperialismo y la existencia de un gran latifundio que produce una crisis estructural insuperable en los marcos del capitalismo. Si la crisis estructural, que se manifiesta en las grandes problemáticas sociales, a nivel de la cultura y la política, pudo en cierta forma permanecer relativamente oculta por un tiempo, debido al alto precio de nuestros productos de exportación, hoy se manifiesta en forma aguda. Esa manifestación dio lugar en algunos países a un retomar la iniciativa por parte de la derecha, que conquistó diversos gobiernos, por vía electoral, como Uruguay o Argentina, por “golpe blando” en Brasil o golpe “duro” en Bolivia. Pero la derecha rancia y oligárquica, con sus planes neoliberales que solo agravan los problemas de crisis estructural, no puede dar respuesta a nuestros pueblos, lo único que pueden hacer es garantizar altas ganancias a los grandes capitalistas y a la oligarquía latifundista, pero a costa de los salarios y el bienestar general de la población, lo cual hace que fácilmente esos gobiernos restauradores entren en crisis al poco tiempo, como claramente sucedió en Argentina y como sucedió en Bolivia. Ni por la vía “democrática”, ni por la vía “golpista” las derechas oligárquicas y con elementos fascistas o fascistoides en su seno pueden crear un consenso duradero. Prontamente se deteriora su apoyo entre los sectores populares y de capas medias que les dieron el triunfo, los que tienden a ser cada vez menos perdurables en el tiempo, si hay fuerzas alternativas que logren determinados grados de unidad que les permitan plantearse como una alternativa política real.

Y eso nos remite a un segundo punto fundamental, que es el de la unidad. En Bolivia,  a diferencia de otros países de América Latina se ha logrado construir un bloque de transformaciones unitario a nivel político. No aparece disgregada la izquierda en una serie de fuerzas más o menos grandes y otras pequeñas, con planteos y propuestas muy similares como en otros países de América Latina. Pero, además, el MAS parece haber logrado, y eso fue parte de una autocrítica que se tradujo en una práctica transformadora, reconstituir  ciertos lazos que se habían deteriorado con parte de su base social, que se expresa en los movimientos de trabajadores, campesinos, indígenas, etc. Este es un elemento fundamental para todo proceso de cambio, si la fuerza política y el gobierno se distancian de aquellas organizaciones propias del movimiento popular, que fueron fundamentales para que las fuerzas transformadoras accedieran a los gobiernos, quienes se ven beneficiados no son las fuerzas del bloque contrahegemónico que se proponen transformar la realidad, sino aquellas fuerzas que quieren conservar las actuales estructuras y hacernos retroceder en los cambios, grandes y pequeños, que se pueden haber conquistado. Esto es fundamental pensarlo en nuestro país, donde no fueron pocas las veces en que se entraron en contradicciones perfectamente evitables con diversas organizaciones sociales o sindicatos, siendo uno de los ejemplos más notorios el decreto de esencialidad de la educación que se contrapuso a todos los sindicatos de la Administración Nacional de Educación Pública, que nuclean probablemente entre 20 mil y 30 mil trabajadores y que tienen una función esencial, además, a nivel cultural y en la transmisión de ideas.

También el proceso boliviano nos enseña claramente que una de las transformaciones más complejas que debemos afrontar es el de los aparatos represivos. Formados durante décadas como instrumentos efectivos del poder oligárquico, adoctrinados por EEUU en la doctrina de la seguridad nacional, que hacen que conciban al propio pueblo como el enemigo, y cultivando una mentalidad represiva y golpista, son uno de los principales problemas a todo proceso de transformación que se propone cambios profundos, que se propone crear una nueva sociedad. Esto no quiere decir que no haya contradicciones en su seno, y la historia de Bolivia es muy ilustrativa al respecto, pero si que las fuerzas dominantes en esos aparatos represivos son en general las más retrógradas, verdaderos enemigos de la democracia y de toda visión consecuentemente antiimperialista. En Bolivia, hubo ciertos errores al respecto que el mismo Evo Morales reconoció, acometer la tarea de desmontar esos aparatos represivos deviene una cuestión central, a la cual no debemos rehuir ni teóricamente ni tampoco a nivel de la práctica. En nuestro país la historia es también muy ilustrativa al respecto, tanto porque fueron un actor central del golpe de estado de 1973,  como porque elementos provenientes de los aparatos represivos han jugado un rol muy importante en la conformación del sector más reaccionario de la coalición restauradora que hoy nos gobierna.

Por último hay un elemento que es fundamental y sobre el cual deberíamos reflexionar profundamente. El proceso de transformaciones en Bolivia no solo llevó adelante transformaciones sustantivas a nivel social, económico y político, reconociendo a pueblos indígenas largamente oprimidos económica, política y culturalmente por un estado que conservó una ideología y prácticas coloniales con respecto a esos pueblos, sino que utilizó siempre un lenguaje donde se transmitían ideas y conceptos que son centrales para la lucha política e ideológica. Dicho de otra forma, sus dirigentes no adoptaron ese “léxico” pretendidamente neutro, propio de las ONGs y los organismos internacionales, en que no aparecen conceptos  como clase social, imperialismo, oligarquía, etc., que son esenciales en la construcción de una “Nueva hegemonía”, de “una nueva visión del mundo” como planteaba Gramsci, y que sin duda en muchos otros procesos de cambio, incluido el nuestro, apenas si ocuparon un lugar marginal en la discursividad de la izquierda. No se trata tampoco de hacer panfletos incomprensibles para el pueblo, pero si renunciamos a determinados conceptos, a determinado lenguaje, a determinadas herramientas de análisis no estamos contribuyendo con la construcción de una nueva visión del mundo y una nueva cultura, y lo que termina imponiéndose es la visión y la cultura de las clases dominantes. Otra virtud del proceso boliviano fue que nunca dudaron en darle al estado un papel central en el proceso de transformaciones, no tuvieron los prejuicios de muchos sectores progresistas a nivel de América Latina de plantear al estado como un motor central de los cambios, que en Bolivia se complementó con el impulso a las ancestrales tradiciones comunitarias, en la construcción de una economía, que fue la que tal vez avances más significativos tuvo en América Latina, que sin ser socialista le daba al estado y a lo comunitario un lugar central en un proceso que se plantea como objetivo estratégico el socialismo. Esto último queda ilustrado en algunas palabras de “Lucho” Arce, el hoy electo presidente boliviano: “Karl Marx dice: para lograr el salto al socialismo hay que desarrollar las fuerzas productivas. Es lo que estamos haciendo”, “es un modelo de transición hacia el socialismo, en el cual gradualmente se irán resolviendo muchos problemas sociales y se consolidará la base económica para una adecuada distribución de los excedentes económicos”, es necesario, señala, “construir una sociedad de tránsito entre el sistema capitalista generando condiciones para una sociedad socialista”.

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