De Rasputín a crece desde el pie…

Gonzalo Alsina

El Chasque 176

28/02/2025

“Los demócratas constitucionales adoptaron una posición de principios absolutamente idéntica a la de Nóvoie Vremia, declarando que “no habían pensado nunca en defender el derecho de separación de las naciones del Estado ruso”. En esto consiste una de las bases del nacional-liberalismo de los demócratas constitucionalistas, de su afinidad con los Purishkévich, de su dependencia  de estos últimos en el terreno político-ideológico y político-práctico. “Los señores demócratas constitucionalistas han estudiado historia –decía Proletárskaya Pravda-, y saben muy bien a qué actos “progromoides”, expresándonos con suavidad, ha llevado muchas veces en la práctica la aplicación del tradicional derecho de los Purishkévich a “agarrar y no dejar escapar”. Sabiendo perfectamente que la omnipotencia de los Purishkévich tiene origen y carácter feudal, los demócratas constitucionalistas se colocan, sin embargo, por entero en el terreno de las relaciones y fronteras establecidas precisamente por esta clase.” (Extraído del libro de Lenin de 1916: El derecho de las naciones a la autodeterminación.)

Los burgueses liberales y la nobleza reaccionaria rusa estaban en contra de la libre determinación de los pueblos del imperio ruso zarista.

Purishkévich era diputado de la Duma creada después de la derrota de la revolución de 1905. De ultraderecha, hoy diríamos fascista, antisemita e integrante de las Centurias Negras –el Zar era miembro honorario- una especie de escuadrón de la muerte para matar izquierdistas, sindicalistas  y judíos.

En octubre de 1905 asesinaron en la ciudad de Odesa a 400 judíos, en el inicio de un pogrom antisemita.

“En diciembre de 1916, un mes antes de que amanezca el año revolucionario, están ya en marcha  diversas conspiraciones aristocráticas  en pos de la renovación nacional: el 16 de diciembre del mismo mes, una de ellas llega  a materializarse. Contando  con cómplices  en los peldaños más altos  de la corte, incluyendo al racista Purishkévich, el príncipe Félix Yusúpov convence a Rasputín para que visite su palacio a orillas del río, aparentemente para reunirse con su mujer.

Mientras suena  “Yankee Doodle”  una y otra vez en el gramófono, Rasputín descansa, en sus mejores galas, en una oscura sala abovedada. Para la espera, su anfitrión le ha preparado vino de Madeira envenenado, y chocolate con cianuro.

Las toxinas no tienen efecto aparente. Los conspiradores debaten, en susurros frenéticos. Yusúpov  es presa del pánico. Vuelve  para reunirse  con su invitado, y como si buscara  la situación más absurda imaginable para el asesinato, invita a Rasputín   a examinar un  antiguo crucifijo  italiano, labrado  en cristal de roca y plata, que él mismo ha colocado en una cómoda. Cuando Rasputín  se inclina reverencialmente para observarla, persignándose, Yusúpov  desenfunda la pistola y dispara.

La macabra  escena siguiente se alarga dramáticamente. Rasputín se tambalea, intentando agarrar al asesino, que retrocede aterrorizado. Yusúpov  huye, buscando a gritos  a su cómplice, Purishkévich. Cuando los dos hombres vuelven, Rasputín se ha desvanecido. Enloquecidos por el nerviosismo, corren fuera, y lo encuentran dando tumbos en la nieve. Entre gruñidos, en medio de la gélida noche de San Petersburgo, repite el nombre de Yusúpov.

“Se lo diré a la emperatriz”, jadea Rasputín, que avanza a duras penas hacia la calle. Purishkévich agarra  el arma de Yusúpov y dispara varias veces. La imponente figurase tambalea, y finalmente cae. Purishkévich atraviesa corriendo la nieve; se abalanza sobre el cuerpo, boca abajo y convulsionado, y le patea la cabeza. Se une Yusúpov, golpeando enloquecido el cuerpo con una cachiporra. La nieve amortigua los golpes. Yusúpov grita su propio nombre, haciéndose eco de la furia moribunda de su víctima.

Con el corazón martillándoles el pecho, rodean de cadenas  el cuerpo de Rasputín y lo llevan, entre sombras, al canal de Málaya Moika. Arrastran el peso hasta el borde, y dejan que las aguas negras lo engullan.

Pero pierden una de sus botas. La han dejado en el puente, donde la encontrará la policía. Cuando, tres días después, las autoridades extraigan el desfigurado cuerpo del agua, se propagará un rumor: sobre la recién formada capa de hielo, pueden verse aún los arañazos, allí donde –con la frenética fuerza de los seres divinos- Rasputín intentó emerger.

La gente se arremolina en el punto donde murió el monje loco. Embotellan el agua, como si fuera un elixir.

La zarina está abrumada por el duelo y una aflicción devota. La derecha está encantada, tiene la esperanza de que Alejandra se recluya y Nicolás recobre mágicamente una determinación que nunca ha tenido. Pero Rasputín, por llamativo que resultara, solo era un síntoma mórbido. Su asesinato no s un golpe palaciego. No es siquiera un golpe.

Lo que acabará  con el régimen ruso  no es la espantosa muerte  de ese personaje teatral, demasiado extraño como para ser ficción, tampoco  la inigualable  irritabilidad de los liberales rusos; ni la indignación de los monárquicos ante un monarca incapaz.

Lo que acabe con el régimen  vendrá desde abajo.”

Extraído del libro “Octubre” “La Historia de la Revolución Rusa”, de China Miéville, año 2017, Editorial Akal, páginas 46 a 48.) Se los recomiendo.

Príncipe Félix Yusúpov, Conde, miembro de la familia imperial por sus nupcias con una sobrina del Zar Nicolás II. Por ser hijo único no peleó en la Guerra Mundial.

Vladimir Purishkévich, ya fue presentado antes. Murió de tifus en el bando Blanco cuando la guerra contrarrevolucionaria entre 1918-1921.

El tercer participante fue el Grande Duque Dmitri Panlovich Romanov, quien pegó en la cabeza de Rasputín con una barra de hierro, después de haber sido envenenado y baleado.

Contra estos asesinos y millonarios con sudor ajeno, y contra la monarquía que defendían y la guerra que llevaban adelante, se levantaron los soviets de obreros y soldados.

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