III- Los Mercenarios -El Talón de Hierro

El Chasque
19/11/2025

Estos párrafos corresponden a una increíble obra de anticipación, escrita en 1907 en Estados Unidos. Jack London, su autor, premonitorio y con gran lucidez se adelantó al fenómeno del fascismo, describió como los monopolios, los trust y lo cárteles generaban el imperialismo.

En sus páginas, hoy podemos ver a Trump, Netanyahu o Milei y los grandes capitales que los sostienen en el poder, así como los pequeño burgueses que giran en su órbita, con miedo, vacilantes pero que no los pueden detener. Cómo la Iglesia y la intelectualidad pueden volverse mercenarios al servicio del Talón de Hierro.

——— Continuación

En cierto momento, como Ernesto afirmarse que los filósofos metafísicos no podrían soportar la prueba de la verdad, el doctor Hammerfield tronó de repente:

~¿Cuál es la prueba de la verdad, joven? ¿Quiere usted tener la bondad de explicarnos lo que durante tanto tiempo ha embarazado a cabezas más sabias que la suya?

-Ciertamente -respondió Ernesto con esa seguridad que los ponía frenéticos-. Las cabezas sabias han estado mucho tiempo y lastimosamente embarazadas por encontrar la verdad, porque iban a buscarla en el aire, allá arriba. Si se hubiesen quedado en tierra firme la habrían encontrado fácilmente. Sí, esos sabios habrían descubierto que ellos mismos experimentaban precisamente la verdad en cada una de las acciones y pensamientos prácticos de su vida.

.¡La prueba! ¡El criterio! -repitió impacientemente el doctor Hammerfield-. Deje a un lado los preámbulos. Dénoslos y seremos como dioses.

Había en esas palabras y en la manera en que eran dichas un escepticismo agresivo e irónico que paladeaban en secreto la mayor parte de los convidados, aunque parecía apenar al obispo Morehouse.

-El doctor Jordan lo ha establecido muy claramente -respondió Ernesto-. He aquí su medio de controlar su verdad: «¿Funciona? ¿Confiaría usted su vida a ella?»

¡Bah! En sus cálculos se olvida usted del obispo Berkeley -ironizó el doctor Hammerfield-. La verdal es que nunca lo refutaron.

-El más noble metafísico de la cofradía -afirmó Ernesto sonriendo-, pero bastante mal elegido como ejemplo. Al mismo Berkeley se lo puede tornar como ejemplo de que su

metafísica no funcionaba.

Al punto el doctor Hammerfield se encendió de cólera, ni más ni menos que si hubiese sorprendido a Ernesto robando o mintiendo.

-Joven -exclamó con voz vibrante-, esta declaración corre parejas con todo lo que ha dicho esta noche. Es una afirmación indigna y desprovista de todo fundamento.

-Heme aquí aplastado -murmuró Ernesto con compunción.. Desgraciadamente, ignoro qué fue lo que me derribó. Hay que «ponérmelo en la mano», doctor.

-Perfectamente, perfectamente -balbuceó el doctor Hammerfield-. Usted no puede afirmar que el obispo Berkeley hubiese testimoniado que su metafísica no fuese práctica. Usted no tiene pruebas, joven, usted no sabe nada de su metafísica. Esta ha funcionado siempre.

-La mejor prueba a mis ojos de que la metafísica de Berkeley no ha funcionado es que

Berkeley mismo -Ernesto tomó aliento tranquilamente- tenía la costumbre de pasar por las puertas y no por las paredes, que confiaba su vida al pan, a la manteca y a los asados sólidos, que se afeitaba con una navaja que funcionaba bien.

-Pero ésas son cosas actuales y la metafísica es algo del espíritu -gritó el doctor.

-¿Y no es en espíritu que funciona? -preguntó suavemente Ernesto.
El otro asintió con la cabeza.

-Pues bien, en espíritu una multitud de ángeles pueden bailar en la punta de una aguja -continuó Ernesto con aire pensativo-. Y puede existir un Dios peludo y bebedor de aceite, en espíritu, pues no hay pruebas en contrario, en espíritu. Y yo supongo, doctor, que usted vive en espíritu, ¿no?

-Sí, mi espíritu es mi reino -respondió el interpelado.

-Lo que es una manera de confesar que usted vive en el vacío. Pero usted regresa a la tierra, estoy seguro, a la hora de la comida o cuando sobreviene un terremoto. ¿Sería usted capaz de decirme que no tiene ninguna aprensión durante un cataclismo de esa clase, convencido de que su cuerpo insubstancial no puede ser alcanzado por un ladrillo inmaterial?

Instantáneamente, y de una manera puramente inconsciente, el doctor Hammerfield se llevó la mano a la cabeza, en donde tenía una cicatriz oculta bajo sus cabellos. Ernesto había caído por mera casualidad en un ejemplo de circunstancia, pues durante el gran temblor de tierra el doctor había estado a punto de perecer por la caída de una chimenea. Todos soltaron la risa.

-Pues bien -hizo saber Ernesto cuando cesó la risa-, estoy esperando siempre las pruebas en contrario -y en medio del silencio general, agregó-: No está del todo mal el último de sus argumentos, pero no es ése el que hace falta.

El doctor Hammerfield estaba temporariamente fuera de combate, pero la batalla continuó en otras direcciones. De a uno en uno, Ernesto desafiaba a los ministros. Cuando pretendían conocer a la clase obrera, les exponía a propósito verdades fundamentales que ellos no conocían, desafiándolos a que lo contradijeran. Les ofrecía hechos y más hechos y reprimía sus impulsos hacia la luna trayéndolos al terreno firme.

¡Cómo vive en mi memoria esta escena! Me parece oírlo, con su entonación de guerra; los azotaba con un haz de hechos, cada uno de los cuales era una vara cimbreante. Era implacable. No pedía ni daba cuartel. Nunca olvidaré la tunda final que les infligió.

-Esta noche habéis reconocido en varias ocasiones, por confesión espontánea o por vuestras declaraciones ignorantes, que desconocéis a la clase obrera. No os censuro, pues ¿cómo podríais conocerla? Vosotros no vivís en las mismas localidades, pastáis en otras praderas con la clase capitalista. ¿Y por qué obraríais en otra forma? Es la clase capitalista la que os paga, la que os alimenta, la que os pone sobre los hombros los hábitos que lleváis esta noche. A cambio de eso, predicáis a vuestros patrones las migajas de metafísica que les son particularmente agradables y que ellos encuentran aceptables porque no amenazan el orden social establecido.

A esas palabras siguió un murmullo de protesta alrededor de la mesa.

-¡Oh!, no pongo en duda vuestra sinceridad -prosiguió Ernesto-. Sois sinceros: creéis lo que predicáis. En eso consiste vuestra fuerza y vuestro valor a los ojos de la clase capitalista.

Si pensaseis en modificar el orden establecido, vuestra prédica tornaríase inaceptable a vuestros patrones y os echarían a la calle. De tanto en tanto, algunos de vosotros han sido así despedidos. ¿No tengo razón?.

Esta vez no hubo disentimiento. Todos guardaron un mutismo significativo, a excepción del doctor Hammerfield, que declaró:

-Cuando su manera de pensar es errónea, se les pide la renuncia.

-Lo que es lo mismo que decir cuando su manera de pensar es inaceptable. Así, pues, yo os digo sinceramente: continuad predicando y ganando vuestro dinero, pero, por el amor del cielo, dejad en paz a la clase obrera. No tenéis nada de común con ella, pertenecéis al campo enemigo. Vuestras manos están blancas porque otros trabajan para vosotros. Vuestros estómagos están cebados y vuestros vientres son redondos. (Aquí el doctor Ballingford hizo una ligera mueca y todos miraron su corpulencia prodigiosa. Se decía que desde hacía muchos años no podía verse los pies). Y vuestros espíritus están atiborrados de una amalgama de doctrinas que sirve para cimentar los arbotantes del orden establecido.

Sois mercenarios, sinceros, os concedo, pero con el mismo título que lo eran los hombres de la Guardia Suiza en la antigua monarquía francesa. Sed fieles a los que os dan el pan y la sal, y la paga; sostened con vuestras predicaciones los intereses de vuestros empleadores. Pero no descendáis hasta la clase obrera para ofrecemos en calidad de falsos guías, pues no sabríais vivir honradamente en los dos campos a la vez. La clase obrera ha prescindido de vosotros. Y, creédmelo, continuará prescindiendo. Finalmente, se librará mejor sin vosotros que con, vosotros.

Continuará
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I Los metafísicos

II – Los metafísicos

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