Jack London
El Chasque
26/11/2025
Estos párrafos corresponden a una increíble obra de anticipación, escrita en 1907 en Estados Unidos. Jack London, su autor, premonitorio y con gran lucidez se adelantó al fenómeno del fascismo, describió como los monopolios, los trust y lo cárteles generaban el una nueva etapa del capitalismo, el imperialismo.
Descarnadamente, describe la lucha de clases, con todo el horror que implica para los explotados y el más oscuro cinismo de como los explotadores justifican sus crímenes.
A través de estas páginas escritas hace más de un siglo, hoy podemos reconocer a Trump, Netanyahu o Milei y a los grandes capitales que los sostienen en el poder. También veremos a los pequeño burgueses que giran en su órbita, con miedo, vacilaciones, débiles, ceden ante un poder que no pueden detener. Veremos a la Iglesia, la intelectualidad y una “aristocracia obrera”, volverse mercenarios al servicio del Talón de Hierro.
——————— Continuación
Cap. II -Los desafíos
¿ Pero por qué tiene que haber conflicto? – preguntó el obispo acaloradamente.
- Supongo que porque estamos hechos así . dijo Ernesto alzándose de hombros.
- ¡Es que no estamos hechos así!
- Pero usted me está hablando del hombre ideal, despojado de egoísmo? – preguntó Ernesto- Son tan pocos que tenemos el derecho de considerarlos prácticamente inexistentes. ¿O quiere usted hablarme del hombre común y ordinario?
- Hablo del hombre ordinario.
¿Débil, falible y sujeto a error?
El obispo hizo un signo de asentimiento.
-¿Y mezquino y egoísta?
El pastor renovó su gesto.
- Preste atención – declaró Ernesto- .He dicho egoísta.
- El hombre ordinario es egoísta –afirmó valientemente el obispo.
- ¿Quiere tener lo más posible; es deplorable, pero es cierto.
- Entonces lo atrapé. – Y la mandíbula de Ernesto chasqueó como el resorte de una trampa-. Tomemos un hombre que trabaje en los tranvías.
- No podría trabajar si no hubiese capital – interrumpió el obispo.
- Es cierto y usted estará de acuerdo en que el capital perecería si no contase con la mano de obra para ganar los dividendos.
El obispo no contestó.
¿ No es usted de mi opinión?- insistió Ernesto.
El prelado asintió con la cabeza.
- Entonces , nuestras dos proposiciones se anulan recíprocamente y nos volvemos a encontrar en el punto de partida. Empecemos de nuevo: los trabajadores de tranvías proporcionan la mano de obra. Los accionistas proporcionan el capital. Gracias al esfuerzo combinado del trabajo y del capital, el dinero es ganado. Se dividen esa ganancia. La parte del capital se llama dividendo; la parte del trabajo se llama salario.
- Muy bien – interrumpió el obispo-. Y no hay ninguna razón para que ese reparto no se produzca amigablemente.
- Ya se olvidó usted de lo convenido – replicó Ernesto-. Nos hemos puesto de acuerdo en que el hombre es egoísta, el hombre común, tal cual es. Y ahora usted se me va a las nubes para establecer una diferencia entre ese hombre y los hombres tales como deberían ser, pero que no existen. Volvamos a la tierra; el trabajador, siendo egoísta, quiere lo más posible en el reparto. El capitalista , siendo egoísta , quiere tener todo lo que pueda tomar. Cuando una cosa existe en cantidad limitada y dos hombres quieren tener cada uno el máximo de esa cosa, hay conflicto de intereses . Tal es el que existe entre el capital y trabajo, y es un conflicto insoluble. Mientras existan obreros y capitalistas, continuarán disputándose el reparto. Si esta tarde usted estuviera en San Francisco, se vería obligado a andar a pie: no circula ningún tren en sus calles.
- ¿Cómo? ¿Otra huelga?- preguntó el obispo con aire alarmado.
- Si pleitean sobre el reparto de los beneficios de los ferrocarriles urbanos.
El obispo se encolerizó.
- No tiene razón – gritó- Los obreros no ven más allá de sus narices. ¿Cómo pretenden contar luego con nuestra simpatía…
- – …cuando se nos obliga a ir a pie? –concluyó maliciosamente Ernesto.
- Pero el obispo no paró mientes en esta proposición completiva.
- Su punto de vista es demasiado limitado – continúo-. Los hombres deberían conducirse como hombres y no como bestias. Habrá todavía nuevas violencias y crímenes y viudas y huérfanas afligidos. Capital y trabajo deberían marchar unidos. Deberían ir de la mano en su mutuo beneficio.
- Otra vez se fue a las nubes –hizo notar Ernesto fríamente-.
- Vamos, apéese y no pierda de vista nuestra premisa de que el hombre es egoísta.
- ¡Pero no debería serlo! – exclamó el obispo.
- En este punto estoy de acuerdo con usted. No debería ser egoísta, pero continuará siéndolo mientras viva dentro de un sistema social basado sobre una moral de cerdos.
El dignatario de la Iglesia quedó azorado y papá se desternillaba de risa.
- Sí, una moral de cerdos –prosiguió Ernesto sin arrepentirse-. He aquí la última palabra de su sistema capitalista. He aquí lo que sostiene su Iglesia, lo que usted predica cada vez que sube al púlpito. Una ética de marranos, no se puede darle otro nombre.
El obispo se volvió como buscando la ayuda de mi padre; pero éste meneó la cabeza riéndose.
- Me parece que nuestro amigo tiene razón – dijo-. Es la política del dejar hacer, del cada uno para su estómago y que el diablo se lleve al último. Como lo decía las otras tardes el señor Everhard, la función que cumplís vosotros, las gentes de la Iglesia, es la de mantener el orden establecido, y la sociedad reposa sobre esa base.
- Esa no es, sin embargo, la doctrina de Cristo- exclamó el obispo.
Continuará.
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