María Luisa Battegazzore
El Chasque
23/06/2025
Consultado por Estanislao del Campo sobre su Fausto, cuyo manuscrito le remite antes de publicarlo, Juan Carlos Gómez desaprueba la “humilde décima” de la poesía gauchesca. Pero le sugiere que, en cambio, cante cómo el “gaucho caballeresco y aventurero (…) arrollaba en los desfiladeros los tercios de Bailén y Talavera, cómo salvaba la democracia con Artigas, se encaramaba en la tiranía de Rosas, y ha ido rodando en una ola de sangre hacia el mar de la nada”.1 Es interesante que cuando el gaucho se le aparece heroico, alude a la “guerra gaucha” de Güemes, en el norte, al enfrentamiento con fuerzas regulares del Perú. No piensa en su propio país, donde no hay el menor desfiladero. Luego lo imagina como instrumento de todas y cualesquiera tendencias políticas y, finalmente, extinto en su propia violencia.
Otro enemigo del artiguismo y de la democracia, como José María Paz, en sus Memorias, también los asocia al gaucho, en un análisis abiertamente clasista: “Debe agregarse el espíritu de democracia que se agitaba en todas partes. Era un ejemplo muy seductor, ver á esos gauchos de la Banda Oriental, Entre Ríos y Santa Fé, dando la ley á las otras clases de la sociedad (…) Acaso se me censurará que haya llamado espíritu democrático al que en gran parte causaba esa agitación, clasificándolo de salvajismo; más, en tal caso deberán culpar al estado de nuestra sociedad, porque no podrá negarse que era la masa de la población la que reclamaba el cambio. (…) era una convicción errónea, si se quiere, pero profunda y arraigada”.2
La fórmula de que Artigas buscó imponer el dominio de los inferiores sobre las clases superiores es un lugar común en los comentaristas de la época. Pero tanto Paz como Alvear y el propio Mitre reconocen la utilidad de las masas “bárbaras” para el avance de la revolución y, por ende, del caudillo que les dio, brevemente, la participación en los asuntos públicos de la que siempre estuvieran excluidas.
Esteban Echevarría, años más tarde, ofrece una síntesis de esta interpretación: “Necesitaban el pueblo para despejar de enemigos el campo donde habría de germinar la semilla de la libertad y lo declararon soberano sin límites. No fue extravío de ignorancia, sino necesidad de los tiempos. Era preciso atraer a la nueva causa los votos y los brazos de la muchedumbre, ofreciéndole el cebo de una soberanía omnipotente. (…) Pero, estando de hecho el pueblo, después de haber pulverizado a los tiranos, en posesión de la soberanía, era difícil ponerle coto”.3
El gaucho y su metamorfosis
La identificación de las masas de la revolución oriental con los gauchos ha sido, y es, un lugar común en el imaginario nacional.
La “leyenda negra” anti artiguista inevitablemente se vincula a la “gauchofobia” reinante en su época y en las décadas siguientes. La exaltación del héroe, a su turno, se aparea con la “gauchofilia”,4 la idealización del personaje. Va unida al romanticismo y la exaltación de la libertad individualista y transgresora que se le atribuye; luego entronca en las corrientes nativistas, nacionalistas o americanistas.
En Montevideo tenemos un monumento al gaucho y también, mal que le pese al Gral. Paz, otro al “entrevero”, es decir, la montonera; la forma mitificada de las luchas en la Patria Vieja. La escultura de José Belloni, inaugurada en 1967, evoca el carácter multiétnico de las fuerzas revolucionarias. En ese sentido, también es un “entrevero”. Está convenientemente situado a medio camino entre el ampuloso monumento a Artigas, del italiano Ángel Zanelli, y el del gaucho, obra de José Luis Zorrilla de San Martín, inaugurados en 1923 y 1927 respectivamente.
El gaucho escultórico es el lancero épico, pero los relieves del pedestal atienden a las faenas rurales, a la vida campesina y a la tradición. Es decir, a un mundo y una sociedad en la que el gaucho era extinto.
La exaltación del gaucho puede producirse cuando ha desaparecido como sujeto real. Según Assunçao, la declinación del gaucho comienza con la aparición de la industria saladeril y del tasajo para la exportación, porque implica una valorización de la carne. Luego, en el último cuarto del siglo XIX, el alambramiento de los campos significó el ocaso definitivo de ese tipo social, que queda reducido al peonazgo.
El término gaucho termina por identificarse con criollo: en la poesía gauchesca, no se hace hablar al verdadero gaucho del pasado, sino a los paisanos pobres o a los pequeños productores rurales, que pueden perderlo todo, hasta la vida, como soldados en las guerras civiles, o por el despojo más o menos legal. El autor, que no es nunca un campesino él mismo, puede usar la poesía gauchesca como vehículo de crítica social y política, de propaganda y hasta de parodia.
El llamado gaucho, marginal a la sociedad constituida, era funcional al sistema de las vaquerías y la corambre, que le da nacimiento, y a la posterior estancia cimarrona. En la Banda Oriental el ganado, vacuno y caballar, llegó mucho antes que los colonos. Modificó profundamente la vida de los pobladores originarios y sirvió para la extracción de cueros por las vaquerías de Buenos Aires, del litoral y, sobre todo después de la expulsión de los jesuitas, por las bandeiras paulistas, en una explotación totalmente depredadora, que adoptó instrumentos indígenas, como las boleadoras, y europeos, como el desjarretador.
Los nombres con que se designó en la colonia a estos hombres es explícita en cuanto a su carácter y actividad: hombres sueltos, vagamundos o vagabundos, gauderios, gauchos, changadores, malentretenidos. Los vagamundos –con ortografías diversas- eran equiparados a malhechores y pasibles de castigo, “salvo que estén conchabados”.5 El conchabo sólo podía ser por parte de los mismos hacendados y los comerciantes, más o menos legales.
El ingeniero de obras Diego Cardoso recomendaba a las autoridades la captura de estos vagabundos para emplearlos compulsivamente en las obras públicas, como las fortificaciones de Montevideo, lo que redundará en gran ahorro para la Real Hacienda, “porque estas Gentes trabajan lo mismo pagándoles que dejándoles de pagar, por el poco aprecio que hacen de la Plata”,6 lo cual viene a confirmar su barbarie. Cardoso también utiliza el término “hombres cimarrones” para designar a esta especie.
Todo se volvía cimarrón en la Banda Oriental: el ganado, los perros, las plantas. Cimarrón significa silvestre, montaraz, indómito; pero como anotaba bien Félix de Azara en su prolijo análisis de los perros cimarrones, éstos proceden de los perros domésticos y, con un enfoque ontogénico notable, señala que “no se puede juzgar de la forma, color, magnitud y costumbres del Perro primitivo por lo que se ve de estos alzados…”. Hay otra anotación que interesa más al tema: dice que a tales perros suelen llamarlos Gauchos, que define como “jornaleros campestres”; y agrega “porque no hay cosa más parecida que dichos Perros y hombres ‘Gauchos’, en la inconstancia de su carácter, y en no conocer amistad ni apego a sitios, personas, ni otra cosa alguna en toda la vida”.7
Artigas habló de paisanos, vecinos, americanos, criollos pobres: nunca usó la palabra “gaucho”. Quizás porque era un término peyorativo, insultante; quizás porque no lo veía como otro, por haber compartido su existencia en su juventud y en el cuerpo de Blandengues, que en esencia era, según Fernando Assunçao, una “milicia gaucha”. Se pregunta cuál era la diferencia entre la vida del gaucho y la del blandengue; responde “casi ninguna”. “Nada más ni nada menos: la paulatina pero inexorable desaparición del tipo”. 8
Sin duda muchos de estos hombres sueltos, de vida incierta, se integraron al ejército patriota, en pos de Artigas, que también los había reclutado para los blandengues. Pero la composición del ejército y del partido patriota, al menos hasta la invasión portuguesa de 1816, fue mucho más amplia e incluía a los vecinos de pueblos y villas, los pequeños y medianos hacendados, e incluso latifundistas como los hermanos Durán o García de Zúñiga que, junto con algunos clérigos, desempeñaron funciones destacadas en el orden civil.
Va a ser con Martín Miguel de Güemes, en el norte, que la categoría de “gaucho” pasa a denominar a los integrantes de las fuerzas revolucionarias. El joven Güemes, en 1817, escribe en la Gaceta de Buenos Aires su defensa del gaucho como combatiente, para lo cual tiene que transformar el significado del vocablo injurioso en un doble sentido, semántico y social, pues lo adjudica al campesino salteño. “El título de Gaucho mandaba antes de ahora una idea poco ventajosa del sujeto a quien se aplicaba, y los honrados labradores y hacendados de Salta han conseguido hacer ilustre y glorioso por tantas proezas que les hacen dignos de un reconocimiento eterno”.9
El pobre del campo en la Banda Oriental no tiene la espalda encorvada por sus labores; por el contrario es un jinete –literalmente, un caballero, condición asociada en Europa a la nobleza y la guerra- y sus herramientas son, en sí, armas. No pasa hambre, porque a nadie le molesta que mate una vaca para comer el corte que le agrade. De hecho se sabe que lo va a hacer; lo único reprensible o delictivo es guardarse el cuero, las astas y en un nivel un poco más refinado de la explotación, el sebo.
La forma de combate se adaptaba a la capacidad ecuestre de los gauchos y de los productores rurales, capaces además de arrear los ganados, de manejar la lanza y otras armas con el largo adiestramiento de la vaquería y el contrabando, o de la lucha contra ellos. Muchos eran conchabados por los estancieros para esas labores y, como relata Larrañaga en su Diario de Viaje a Paysandú, algunos eran admitidos como agregados en los campos bajo diversas formas de dependencia y obligación.
Una vez establecidos, aunque fuera precariamente, pasaban a formar parte de una amplia capa de pequeños y medianos productores rurales, que marcaban el ganado, paraban rodeo, tenían algunas sementeras y que se unieron al ejército artiguista, que fue, según el título de Agustín Beraza, “el pueblo reunido y armado”, hermosa expresión tomada del oficio de los jefes orientales al Cabildo de Buenos Aires.
En los hechos la revolución artiguista fue policlasista; en su devenir se radicalizó y generó profundas contradicciones en su seno. El padrón de las familias emigradas en el éxodo muestra que muchas llevaban consigo carruajes y carretas, así como sus esclavos y otros bienes muebles; reiteradamente se dice que quemaban sus casas y todo lo que no podían trasladar. Es posible, según Lucía Sala, que la necesidad de conciliar con los patriotas propietarios de esclavos y no abrir más frentes de oposición, explique el hecho, aparentemente incongruente, de que el artiguismo no abolió la esclavitud, como sí lo hicieron Hidalgo y Morelos en México. Los esclavos que se incorporaban a las fuerzas revolucionarias eran automáticamente liberados, lo que constituía un aliciente a su perseverancia, ya que la derrota significaba el retorno a su condición servil.10
De hecho, la requisa de tierras y ganados, aunque limitada a los “malos europeos y peores americanos”, no dejó de procurar a Artigas el odio y el temor dentro de su propio bando. La historia muestra, tenazmente, la solidaridad de las clases poseedoras por encima de los partidos, aún en medio de una guerra civil. Es que, afectar de cualquier forma, la intangibilidad de la propiedad privada de los poderosos entraña el peligro de pretensiones y reclamos por parte de los desposeídos. Es un atentado contra el orden natural de las cosas, conspira contra el progreso y la civilización.
El Gral. Paz, para quien federal y anarquista son sinónimos, consigna en sus Memorias: “En el Paraguay, el año de 1846, tuve ocasión de conocer á este caudillo de triste celebridad (…) Sin embargo de su avanzada edad, y de treinta años de una especie de prisión que han dejado sobre su vida, no deja de conocerse, en ciertos rasgos, al caudillo y al gaucho preocupado contra los adelantos de la civilización”. 11
La valoración de Artigas por los contemporáneos, los cronistas y los historiadores va unida habitualmente a la categoría de caudillo, que puede ser denigrante o laudatoria, según la mirada de la época. Aunque me parece que puede considerarse contradictoria con la acendrada preocupación del Jefe por construir instituciones y por salvaguardar la soberanía de los pueblos.
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El Artigas que miramos
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1 Mujica Láinez, M. Vidas del Gallo y el Pollo. (1966) Buenos Aires: Centro Editor de América Latina. P. 251. (Destacado mío. MB)
2 Paz, J.M. Memorias póstumas. (1892) T. I. P. 356-357 (Destacado mío. MB) https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/7/7e/Memorias_póstumas_del_general_José_María_Paz.pdf
3 Echevarría, E. Dogma socialista de la Asociación de Mayo. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001 https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcpc2z4. P. 144
4 Tomo prestados los términos de Daniel Vidart, en su prólogo a la obra de Assunçao.
5 Assuncao, F El Gaucho. Revista del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay. Tomo XXIV. (1968-1969). Montevideo. (1968-1969) P. 659 ss.
6 Cartas de Diego Cardoso al Gobernador Andonaegui. 1742. Ibídem. P. 664
7 Ibídem. P 440- 441
8 Ibídem.P. 525
9 Ibídem. P. 403, n. 16
10 Sala, L. Democracia durante las guerras por la independencia en Hispanoamérica. En Frega, A- Islas, A. Nuevas miradas en torno al artiguismo. (2001) Montevideo: Departamento de Publicaciones de la FHCE. P. 108
11 Paz, J.M. Memorias póstumas. (1892) T. I. P. 301. N. 1. (Destacado mío. MB) https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/7/7e/Memorias_póstumas_del_general_José_María_Paz.pdf
