El Chasque Nº42

25 de Setiembre, 2020

EL ORIGEN DE LA DESIGUALDAD, LOS 100 AÑOS DEL PCU Y LAS ELECCIONES DEPARTAMENTALES Y MUNICIPALES

A fines del siglo XIX y principios del XX, la ideología dominante sostenía que existían desigualdades sustanciales tanto entre los sexos como entre las razas, su fundamento era “científico”: la absoluta mayoría de los biólogos de aquel entonces confirmaba la superioridad del hombre sobre la mujer, y del hombre blanco sobre las otras razas. La idea del nazismo de una “raza superior” no surgió de la nada, sino de un terreno ya abonado largamente. A diferencia de otras formaciones sociales anteriores, en las sociedades capitalistas, una de las principales estrategias para fundamentar las desigualdades ha sido apelar a la naturaleza, y como garante de estas “verdades naturales” a la ciencia. Las concepciones dominantes en el capitalismo, más que ver las diferencias como producto de una voluntad divina -como sucedía en las sociedades feudales-, ha tendido a verlas -por lo menos desde el siglo XIX- como producto de la naturaleza, más que a sacralizarlas como producto de la voluntad de Dios, ha tendido a naturalizarlas, concebirlas como un fenómeno cuyas raíces están escritas no en un destino prefijado por la Divina Providencia, sino en nuestra constitución biológica o en nuestros genes.

Pero muchas de las desigualdades hasta ayer sostenidas como algo natural e instransformable, con la garantía última de todo el aparato científico -en particular la biología- se han demostrado falsas, se visualizan hoy como un producto de la interferencia o influencia de determinadas perspectivas ideológicas cuyas raíces eran determinados intereses políticos y económicos. El mismo desarrollo de la biología ha llevado a la conclusión de que no existen diferencias sustantivas en cuanto a inteligencia y otras capacidades entre los sexos, y que tampoco existen diferencias en ese sentido entre las diversas “razas” humanas, como sostenía con mucha convicción la mayor parte de los biólogos a principios del siglo XX y finales del XIX, es más, la biología hoy no solo no sostiene que no hay diferencias sustanciales entre las razas, sino que cuestiona hasta el mismo concepto de raza como algo aplicable a una especie tan poco variable biológicamente como es el homo sapiens sapiens. Las raíces de esas teorías racistas y patriarcales, tan consensuadas a nivel científico, hay que buscarlas en un capitalismo fuertemente caracterizado por la dominación masculina y en el pasaje del capitalismo como sistema global a su fase imperialista, en que las potencias dominantes, en particular Inglaterra, querían legitimar su expansión colonialista a nivel mundial

Pero si prestamos atención a las ciencias, no solo la idea de diferencias sustantivas en cuanto a inteligencia y capacidades es insostenible en relación a las diferentes grupos humanos y los sexos, sino que es insostenible la idea de la desigualdad social, entre ricos y pobres y entre clases sociales, como algo natural. Nuestra especie, que tiene según algunas estimaciones cerca de un millón de años de existencia, vivió la mayor parte de su existencia en sociedades de cazadores recolectores, caracterizadas por lo que hoy llamaríamos igualdad social, por la redistribución de riquezas en función de criterios igualitarios y por la inexistencia de clases sociales. La desigualdad no es algo natural, y no es tampoco, por tanto, “algo imposible de cambiar”. La desigualdad social es profunda y radicalmente histórica, como ya plantearon en su momento algunos ilustrados en particular Jean Jacques Rousseau. Lo que la caracteriza no es ninguna naturalidad intransformable sino una radical historicidad que ha tenido su origen histórico y que también puede ser superada históricamente. Desde una perspectiva marxista, es inevitable el surgimiento de la desigualdad, de las clases, del estado y de la propiedad privada cuando se dan determinadas condiciones de desarrollo de las fuerzas productivas en las antiguas comunidades primitivas, es inevitable que se vayan sucediendo también diversas formaciones sociales caracterizadas por diversas formas de explotación y dominación de clase, pero el capitalismo -que permite un gran desarrollo de las fuerzas productivas- también genera las condiciones históricas para un nuevo tipo de sociedad ya no basada en la explotación de unos seres humanos por otros, genera las condiciones para lo que Marx y Engels llamaron socialismo o comunismo. La perduración en nuestro presente de relaciones de dominación y explotación -como las que caracterizan al trabajo asalariado- no son producto de condiciones “naturales” propias de nuestra especie, sino un fenómeno que solo puede ser explicado y comprendido en forma profunda desde una perspectiva histórica y social. Eso es lo que intentan impedir las diversas formas de la ideología dominante, que intentan visualizar la actual constitución de las sociedades desde una perspectiva “naturalista”, que niegan de una forma u otra su historicidad, y, por tanto, su caducidad histórica. La tesis del “fin de la historia” es un ejemplo muy claro de esto, pero esta tesis hoy -más que ser defendida explícitamente- se ha transformado en sentido común, un sentido común que visualiza al futuro como una eterna repetición del presente, un sentido común que, en forma más o menos conciente, presupone que las divisiones de clases son algo natural e intransformable. Y esta visión no es propia solo de la derecha, sino que ha permeado a amplios sectores del pensamiento progresista, que no visualizan la posibilidad de superar el capitalismo como sistema histórico, y solo plantean medidas para hacer ese capitalismo un poco menos injusto y un poco más humano.

Los elementos más reaccionarios de las clases dominantes intentarán convencernos que la realidad a la cual estamos habituados no solo es la única realidad posible, sino que el futuro será más que nada una continuación de nuestro presente, en el cual la desigualdad existente, como existe hoy y como existió desde siempre para estas visiones, no solo se prolongará, sino que seguramente se profundice, es más, nos dirán que es necesario que se profundice para que la economía “crezca” y después, en un futuro que nunca acaba por llegar, se pueda repartir. Pero esta desigualdad es producto del desarrollo histórico, y, por tanto, superable históricamente. No podemos cambiar aquello que es natural, pero si aquello que es histórico y social.

Esa visión «naturalizadora» de las desigualdades sociales es el núcleo central del mensaje que trasmite el Presidente de la Asociación Rural en su discurso en la Rural del Prado:

«“Aunque todos podemos estar de acuerdo en que la desigualdad extrema no es deseable, la realidad es que la desigualdad de ingresos va a existir siempre por la propia naturaleza humana, y es justo que así sea. Las personas somos todas distintas, tenemos objetivos de vida diferentes, actitudes y aptitudes diferentes, y actuamos y trabajamos en consecuencia. Las diferencias existen y van a existir siempre entre las personas, y por lo tanto en los ingresos, que no pueden ni deben ser iguales…el punto de vista político la desigualdad de ingresos es más fácil de atacar que la pobreza, más rápida de lograr resultados y también es más popular, el problema es que si no se actúa con equilibrio en las políticas impositivas que se implementan se puede caer fácilmente en el populismo, desestimulando al que arriesga, al que invierte, al que más se esfuerza y genera riqueza y perpetuando la pobreza y su dependencia del Estado cuando las prestaciones sociales se dan en dinero efectivo y sin contrapartida”. (Discurso de Gabriel Capurro, Presidente de la ARU, en el cierre de la Expoprado 2020)

 Es un discurso que reproduce los dogmas fundamentales del pensamiento neoliberal, que se inspira en economistas como Hayek o Friedman, que como los biólogos de fines del siglo XIX y principios del XX también naturalizan y justifican la desigualdad social desde una postura supuestamente “científica”, y que como aquellas teorías de los biólogos de ayer son también hegemónicas en la mayor parte de las academias de economía, aunque un conocimiento más profundo de la realidad nos permite desmentir una por una las tesis de su dogmática.

Comparemos sino las palabras de Capurro con las de Friedrich Hayek:

«Las altas ganancias reales de los exitosos, sea este éxito merecido o accidental, son un elemento esencial para orientar los recursos hacia donde puedan realizar una mayor contribución al pozo del cual todos extraen su parte. No deberíamos tener tanto para compartir si ese ingreso de un individuo no fuese considerado justo, ya que han sido las perspectivas de ganancias, las que lo indujeron a hacer una mayor contribución al pozo. Así los ingresos increíblemente altos pueden ser a veces justos. Y lo que es más importante, la visión de lograr tal ingreso puede ser condición necesaria para que aquellos menos emprendedores, afortunados o inteligentes obtengan el ingreso con el que regularmente cuentan. La desigualdad, sin embargo, resentida por tanta gente, no sólo ha sido la condición subyacente para producir los ingresos relativamente altos que la mayoría de las personas en Occidente disfruta actualmente.» (Friedrich Hayek, «El atavismo de la justicia social.»

Pero como decíamos más arriba la experiencia y una comprensión realmente científica de la realidad refuta estos dogmas y algunos otros: no hay derrame de riqueza si no hay políticas activas de los estados que tiendan a ese fin; la mayor desigualdad no conduce a la prosperidad general ni aún en el marco del capitalismo, las sociedades con mejores índices económicos y sociales no son las sociedades capitalistas más desiguales, sino las más igualitarias como los países nórdicos; flexibilización laboral no implica creación de empleo y menos aún crecimiento salarial, y nuestro país es testigo de que cuando existen mayores niveles de regulación crece el empleo y el salario, y cuando hubo mayor desregulación, como en la década del 90, hubo altos índices de desempleo y salarios muy bajos aunque el contexto fuera de crecimiento económico; el crecimiento económico depende mucho de la demanda interna y las medidas restrictivas del gasto a nivel del estado y de contención salarial, como promueve este gobierno y celebra la ARU, perjudican la demanda interna y profundizarán la recesión; la desigualdad, además, produce mayores niveles de violencia, agresividad y un crecimiento general no solo de los delitos contra la propiedad, sino de los delitos contra la vida.

El presidente de la Asociación Rural del Uruguay no ha hecho más que expresar en forma explícita su pensamiento  y el de su clase. La novedad no es tanto lo expresado, sino que lo expresara en forma pública y de una manera tan clara, y esto lo puede hacer porque existen condiciones político ideológicas que lo habilitan, debido al clima y condiciones que genera el nuevo gobierno neoliberal y reaccionario y con elementos fascistoides en su seno.

La ARU jamás querrá historizar la conformación del latifundio en Uruguay, tampoco querrá retomar en forma profunda el pensamiento artiguista en Uruguay, porque el gran latifundio -esa enfermedad que se expresa en forma particularmente grave en toda América Latina, incluido el Uruguay claro está- surge de la apropiación y expropiación violenta de la tierra durante el período de la colonia, y no se modificó en forma esencial con las revoluciones de independencia, puesto que las tendencias jacobinas que se plantearon una transformación radical de la tenencia de la tierra, como el artiguismo, fueron derrotadas por la alianza entre las oligarquías y los imperios, en nuestro caso por la unión entre las oligarquías porteñas y oriental y el imperio luso-brasileño. Durante todo el siglo XIX y XX, los gobiernos respondieron en su mayoría a los intereses de oligarquías en que siempre estuvieron incluidos los grandes terratenientes, que cuando veían peligrar sus intereses, ya sea por la creciente movilización popular o por el acceso de fuerzas a los gobiernos que se planteaban algunas transformaciones visualizados por ellos como “peligrosas”, no tenían ninguna duda en promover desestabilizaciones y golpes de estado que dieron lugar a las peores dictaduras de nuestra historia, incluidas las del Plan Cóndor. La  historia desmiente en forma muy clara la retórica liberal y democrática que suelen adoptar estas oligarquías y sus representantes políticos, la democracia y las libertades solo pueden estar vigentes mientras nada afecte la gran propiedad ni las cuentas bancarias de la clase dominante, cuando visualizan algún peligro en ese sentido, su retórica cambia fácilmente a un discurso autoritario y fascistizante. Las únicas libertades sagradas para estas oligarquías son las “libertades económicas”, que suelen entrar en contradicción con las libertades civiles y políticas, por eso los ajustes económicos que promueve el nuevo gobierno van acompañados por otros ajustes de carácter represivo y que recortan libertades y conquistas democráticas, mientras aumentan el presupuesto para militares.

Esa oligarquía terrateniente no solo ha sido uno de los principales obstáculos a la constitución de una economía más igualitaria, aun en los marcos del capitalismo, sino que es un constante peligro potencial para la estabilidad de las democracias latinoamericanas, son uno de los factores fundamentales que explican la “fragilidad” de nuestras democracias como plantea el historiador Argentino Waldo Ansaldi. Pero además, como señalamos más arriba, están intrínsecamente unidas a un tipo de desarrollo que perpetúa el “subdesarrollo”, de carácter fuertemente concentrador y excluyente, volcado hacia los mercados internacionales y no hacia el desarrollo del mercado interno, lo cual hace que se supedite la explotación de la tierra a las necesidades de esos mercados y no a las necesidades propias de nuestro país. El latifundio está unido, además, con el fenómeno de la apropiación de la renta de la tierra por algunos grandes propietarios que no son ni emprendedores ni capitalistas agrarios en un sentido estricto, sino un sector parasitario que se apropia de gran parte del producto bruto interno sin trabajar ni “arriesgar” capitales, y cuyo destino suele ser el consumo suntuario o cuentas bancarias en algún paraíso fiscal. El latifundio es uno de los grandes problemas de las formaciones sociales latinoamericanas, junto con la dependencia del imperialismo. Los gobiernos progresistas no enfrentaron en general este gran problema, y cuando sus intereses así lo exigieron las oligarquías agrarias promovieron nuevamente la desestabilización y golpes, cuyo caso más claro es Bolivia, pero también Paraguay y el golpe “blando” en Brasil son ejemplos en este sentido. Ese latifundio no solo impide un desarrollo autónomo y autocentrado, sino que también representa un peligro permanente para las democracias. Enfrentar ese problema no es nada fácil, los gobiernos progresistas, si bien tomaron aquí y allá algunas medidas justas o promovieron el desarrollo de ciertas políticas de colonización, no plantearon el problema en toda su profundidad, fueron renuentes a plantear el problema de la gran propiedad terrateniente, agravada además por procesos de transnacionalización. Es claro, que modificar esas estructuras no es una cuestión sencilla, pero tampoco se planteó en general la discusión en términos políticos e ideológicos, no se intentó plantear el latifundio como problema, y ese latifundio que no fue “problematizado” ni bien pudo utilizó todas sus fuerzas para desplazar por una vía u otra a los gobiernos progresistas y arrasar con todas las conquistas que hicieron los pueblos en estas últimas décadas. Plantear el latifundio como problema junto a la dependencia del imperialismo, como en su tiempo lo hicieron Rodney Arismendi, Vivián Trías o Carlos Quijano es esencial para la izquierda y para transformar nuestras sociedades. Y ese cuestionamiento de la gran propiedad de la tierra, la necesidad de una transformación de las estructuras agrarias que no puede pasar hoy, como señalaba Arismendi en la década de los 60, por una repartición entre pequeños propietarios, sino que debe adoptar formas tendientes hacia una solución socialista, nos pone en los umbrales del socialismo, de una nueva sociedad que debemos retomar en nuestro imaginario como proyecto estratégico.

El 21 de setiembre se cumplieron 100 años precisamente del PCU, un Partido con una historia riquísima, que nació precisamente para cuestionar y transformar radicalmente las estructuras sociales y económicas que las clases dominantes naturalizan y desean eternizar. Un Partido Comunista que contribuyó muchísimo en la organización del pueblo uruguayo, en la unificación sindical y en la conformación del Frente Amplio particularmente, pero que ha tenido además aportes muy valiosos a nivel teórico, tarea imprescindible de toda revolución, en la que Rodney Arismendi ha tenido un papel importantísimo para nuestro país y cuyas proyecciones van mucho más allá de nuestra geografía nacional a nuestro juicio. Retomar sus tesis e ideas es fundamental para comprender y transformar este Uruguay, volver a ese rico pensamiento sería fundamental tanto para la necesaria autocrítica de nuestro Frente Amplio como para una renovación realmente revolucionaria de la izquierda uruguaya. Esa es una tarea que ha quedado pendiente y que debemos sin duda retomar con mucha fuerza y convicción después de las elecciones departamentales y municipales, unas elecciones en que tendremos que hacer todo lo posible para ganar el mayor número de Intendencias y Alcaldías posibles, para evitar que la reacción se consolide y para lograr avanzar en la medida de lo posible contra el proyecto de la gran oligarquía agraria, el gran capital y el imperialismo.

Por todo lo expresado aquí saludamos al PCU, a todos los compañeros que integran o integraron el PCU, a todos los que comparten el sueño comunista de una sociedad sin explotados ni explotadores, y esperamos que podamos festejar esos cien años con unas cuantas victorias en estas elecciones departamentales y municipales del domingo 27 de setiembre.

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