29/01/2021
La pandemia ha sido un factor no predecible en el curso de los acontecimientos históricos, si bien muchos hablan de que existía la posibilidad de que sucediera.
Lo cierto es que nadie lo esperaba. Cada país la enfrentó y lo enfrenta de acuerdo a su capacidad, e interpretación de sus gobernantes sobre el hecho. Tuvimos a un triunvirato integrado por Trump, Bolsonaro y Boris Johnson negacionistas al comienzo de la pandemia, creadores de teorías conspirativas sobre el “virus chino” como forma de lograr recuperar unos casilleros en la disputa con China por la hegemonía mundial.
Pero más allá de ser “un cuento chino” lo de estos señores, lo real es que la pandemia, de una forma u otra, es utilizada para justificar o explicar determinadas posiciones políticas e ideológicas y formas de actuar que van desde el autoritarismo más acérrimo hasta la “libertad responsable”.
Hace casi un año que estalló la peste con su daño sanitario y de vidas, así como su impacto en la actividad económica global con consecuencias trágicas que aun no se tiene claro cual será su profundidad. Actualmente escuchamos algunas predicciones relacionadas a la recuperación de la actividad económica y comercial debido al desarrollo de las vacunas y la inmunización de la población mundial en el lapso de un año. Más allá de las especulaciones sobre la recuperación económica lo que si sabemos es que las grandes corporaciones del medicamento y los laboratorios están haciendo su agosto con la producción de vacunas para frenar el Covid-19. Todas ellas luchan por posicionarse como la mejor y los ciudadanos somos el territorio donde se despliega la guerra basada en la desinformación buscando desplazar unas a otras. Es el manejo de la comunicación corporativa sobre el “consumidor final” (6.000 millones de habitantes sobre la Tierra) como forma de gestionarlo para que presione positivamente o negativamente a sus gobiernos, es decir, ganar la “opinión pública”.
Hablando de ganar la opinión pública somos objeto de una verdadera manipulación y puesta en escena comunicacional desde que estalló la pandemia. Todo lo referido al gobierno tiene de telón de fondo (para justificar o actuar) la actual situación y es lógico que así sea. Les vino como anillo al dedo. El último capítulo de esta tragedia es la historia de las vacunas. Como campaña publicitaria de expectativa se habla de ellas y de los planes de vacunación sin la existencia de ellas. Las escusas de la tardanza por no tenerlas llegó al nivel de acusar a determinados países de utilizar a sus pueblos de conejillos de Indias o de la eficiencia de las mismas, etc. Lo real es que aun no llegaron las vacunas y sigue muriendo un promedio de 40 uruguayos por semana y con niveles elevados de contagios que coloca en riesgo la capacidad del sistema sanitario. Por otro lado, el oligopolio mediático hace su trabajo concentrando toda la información en el conteo de contagios y fallecimientos así como todo lo que atañe a la pandemia provocando miedo, paralización, acusaciones a los jóvenes, a la marcha de la diversidad y todo lo que la imaginación alcance. A su vez, propone implícitamente que asumamos la culpa de que “algo malo hicimos”, que como niños “nos portamos mal” ante los datos desfavorables. Esto sucede desde el momento que el gobierno incorporó el concepto de la “libertad responsable”, trasladando a cada uruguayo la responsabilidad de los resultados de la pandemia. Por ejemplo: El comienzo de clases según la última conferencia del Gobierno queda en manos de los directores, cuando esta decisión debería recaer sobre el Ejecutivo ni el MEC. Este trabajo mediático pretende distraer de las posibles responsabilidades del Gobierno para que salga ileso, y si es posible, triunfante de esta situación.
Esta gran mentira de la libertad responsable y a su vez cortina de humo oculta el hecho que no todos somos iguales ni todos somos tan libres. Y siendo claro, los pobres, los trabajadores no tienen forma de elegir libremente si se quedan en sus casas o salen a trabajar para comer. Lo hemos visto en el marco de esta pandemia, donde las consecuencias económicas y sociales han caído y siguen cayendo sobre la espalda de los trabajadores y de los sectores más vulnerables en beneficio del capital y el “malla oro”.
Hemos escuchado a más de un integrante del gobierno proclamar a los cuatro vientos cuanto creen en la libertad individual, cuando sabemos, que esa libertad en el Estado liberal democrático es la personificación de una abstracción completamente mistificada en la medida en que los atributos y derechos que la institucionalidad jurídica le asignan carecen de sustento real. Ese Estado “garantiza” por ejemplo el derecho a la libertad de expresión, de reunión, de circulación, de asociarse para fines útiles, de elegir y ser elegido. En algunos casos también predica el “derecho al trabajo” y declara que garantiza la salud y la educación de sus ciudadanos y el derecho a un juicio justo.
En el “cielo” estatal todos los ciudadanos son iguales, pero como ocurre en la “tierra” estatal los individuos no son iguales sino desiguales, y que esas desigualdades tienden a reproducirse, resulta que tales libertades son una quimera para los millones de excluidos estructurales que metódicamente produce el capitalismo.
Hegel ya había exaltado al Estado a la increíble condición de “ser la marcha de Dios en el mundo”. El Estado era la esfera del altruismo universal y el ámbito en el cual se realizan los intereses generales de la sociedad, un Dios secular y a la cual debemos no sólo obedecer sino también venerar.
El gobierno nos ha hecho creer que han restituido el verdadero papel del Estado cuando insisten en el argumento de que ellos han designado en los diferentes cargos de responsabilidad a los más “idóneos”, presentando un “Estado- Gobierno” como la esfera superior de lo ético y de la racionalidad, ámbito donde se resuelven las contradicciones de la sociedad civil, cuya “neutralidad” en la lucha de clases se materializa en la figura de una burocracia omnisciente y “técnica”, aislada de los sórdidos intereses materiales en conflicto, todo lo cual lo faculta para aparecer como el representante de los intereses universales de la sociedad y como la encarnación de un marco jurídico despojado de toda contaminación clasista.
La puesta en escena de un guión bien estudiado en acto performático por parte del gobierno, persiste obstinadamente en que miremos hacia el cielo diáfano de “su política” con total prescindencia de lo que ocurre en el cenagoso suelo de la actual realidad. Así, se construyen bellos argumentos sobre la justicia, la identidad y las instituciones republicanas ocultando la naturaleza del “valle de lágrimas” capitalista sobre el cual reposan tales construcciones.
La coalición de derecha ha hecho pasar un elefante por el bazar y muy pocos hemos puesto el grito en el cielo. Como un acto de magia el gobierno impuso la LUC, el presupuesto más reaccionario de la historia unido al contexto de pandemia, incrementando por dos veces las tarifas, rebaja salarial o aumentos por debajo de la inflación, ajuste en la recaudación del IRPF sobre nuevos imponibles salariales, etc.
La pandemia ha sido el terreno para construir las excusas y justificar las acciones regresivas hacia la sociedad al grito de “¡viva la libertad!”.
Es que, en última instancia, el Estado liberal reposa sobre una suerte de ficción de la igualdad que hace de la desigualdad real un hecho subjetivo, más referido a la voluntad, a los “atributos naturales”, al “querer es poder” y una sarta de definiciones de filosofía de manual de auto ayudada. Escuchar al Ministro Bartol hablando de la pobreza permite entender la operación ideológica para ocultar la verdad de las causas de ella. De ahí también este “circo mediático” que desempeña para auxiliar el proceso de acumulación capitalista: ocultamiento de la dominación social, invocación manipuladora al “pueblo”, en su inocua abstracción, para legitimar la dictadura clasista de la burguesía; “separación” de la economía y la política, la primera consagrada como un asunto privado al paso que la segunda se restringe a los asuntos propios de la esfera pública, definida según los criterios de la burguesía y reforzada con todo el peso de la ley y la autoridad del mercado.
Esto quiere decir que subterráneamente al aparente democratismo y constitucionalismo que exhibe nuestro gobierno, lo que hay en realidad es un núcleo duro de despotismo, la dominación que a través del Estado ejerce una clase –o una alianza de clases y grupos de diversa naturaleza– sobre el conjunto de las clases y capas subalternas para llevar adelante sus objetivos de clases y en defensa del capital.
Y visto esto escuchamos en el Frente Amplio algunos planteos sobre determinados métodos de análisis obsoletos o herramientas teóricas vetustas como los responsables del fracaso del “progresismo” en Uruguay. En realidad niegan la posibilidad de superar el actual sistema ya que despojan al modo de producción capitalista de su historicidad y lo ven como el “fin de la historia”. Es así que eternizan de este modo las relaciones de producción existentes; con argumentaciones abstractas acerca de, por ejemplo, la justicia social o la distribución justa de la riqueza sin que medie ningún análisis siquiera rudimentario sobre el tipo de estructura social que debería sostener la realización de tales propuestas.
A su vez con formulaciones que asumen la inédita posibilidad de democratizar el capitalismo ilimitadamente, imponiendo una agenda temática que soslaye por completo el análisis y el cuestionamiento de la sociedad burguesa.
En ese sentido el sistema ha levantado un nuevo vocero que vuelve a reeditar viejas posturas socialdemócratas. El libro El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, llega a la conclusión con respecto a la desigualdad económica, comentando a raíz de la extrema concentración del capital que se produjo entre 1970 y 2010, “el abandono intencionado del igualitarismo” de posguerra. Las variaciones entre países llevan a Piketty a concluir que «las diferencias institucionales y políticas desempeñaron un papel crucial» en esa desigualdad. En su libro Capital e ideología, Piketty establece y define que «la desigualdad no es económica ni tecnológica; es ideológica y política» invirtiendo en este caso la teoría de Marx que señala que es la base material la que determina la supraestructura política, jurídica, social e ideológica. Esta visión lleva a pensar que los niveles de desigualdad inconcebibles es fruto exclusivamente de ideologías y decisiones políticas (que expresan una forma de ver el mundo por parte de una clase sociale) y no del carácter de clase del sistema capitalista que produce esa desigualdad para perpetrar su existencia y reproducción. Aparentemente la concentración de la riqueza no es inherente al sistema de explotación de unos pocos dueños de los medios de producción sobre aquellos que la único que tienen es su fuerza de trabajo para ofrecer y la libertad de elegir quien los va a explotar. La acumulación de la riqueza se basa en la apropiación por parte del capitalista del plusvalor creado por el trabajador en el proceso de producción de mercancías. Este fenómeno es involuntario, es objetivo e inherente a la relación asalariada de dependencia. Si los capitalista se negaran a esto probablemente no estaríamos frente a una sociedad capitalista y hasta ahora no es lo que ha sucedido.
Según este señor “cuando la propiedad privada se ha acumulado se debe a un accionar inmoral o ético en manos de unos pocos, permitiendo así que ejerza una influencia indebida en los sistemas políticos, la codicia determina la evolución de la economía, la política e incluso el clima”. “Esta “codicia” no es accidental ni inevitable, sino el resultado de amplias fallas generalizadas y sistemáticas de la democracia. A pesar del sufragio universal, se ha permitido que los dueños de la riqueza domine a la humanidad. Los niveles extremos de desigualdad económica, desigualdad política y destrucción medioambiental ya han determinado la configuración del siglo XXI. Estas son las consecuencias de no haber perfeccionado la democracia”. Aparentemente para Piketty la democracia liberal republicana tiene fallas y es por lo tanto es la responsable de impedir las desigualdades. Se trata entonces de corregir esas fallas y problema resuelto.
Con estas afirmaciones lo que se pretende demostrar por enésima vez es la posibilidad de democratizar al sistema capitalista y que el problema pasa justamente por mejorar o perfeccionar dicha democracia.
Para nosotros este pensamiento encierra viejas pretensiones socialdemócratas que proclama el carácter democrático de un estado que, pese a sus apariencias, es virulentamente antidemocrático y clasista; o que se ufana de su neutralidad arbitral en el conflicto de clases, cuando todas las evidencias indican lo contrario; o que declara la autonomía e independencia de su burocracia, pese a que su gestión no hace sino garantizar las condiciones externas de reproducción de la acumulación capitalista. Por lo tanto la democracia más liberal y republicana expresa y garantiza la desigualdad y la concentración de riquezas. Esta crítica no significa que despreciemos el nivel de desarrollo de las democracias o las libertades. De ahí la importancia de la batalla por derogar la LUC o enfrentar todo intento de hacer retroceder derechos. Es una batalla en la cual permite demostrar que la actual democracia a las clases dominantes ya no las interpreta ni las representan debido a que esta tiene normas que le impiden saquear al pueblo para mantener o elevar las ganancias y garantizar en el tiempo su existencia como clase.
A propósito de la conmemoración del Holocausto, un 27 de enero, fecha de la liberación por las tropas soviéticas del campo de concentración y exterminio nazi de Auschwitz, vale recordar que el ascenso del nazismo al poder se da a partir de una democracia liberal alemana debilitada y que ya no cumplía con las necesidades de proteger al capital y las clases dominantes del avance de las ideas y fuerzas revolucionarias. Era imprescindible derribar esa democracia debilitada para dar lugar a la más cruel respuesta del sistema capitalista a la crisis que se vivía: el nazismo.
Por lo tanto las crisis conllevan a una salida y el carácter de esta dependerá de la correlación de fuerzas existente entre los sectores que pujan por el cambio y aquellos que expresan las clases dominantes para mantenerse en el poder. Unos luchan por vivir y otros por no morir.
La historia no puede volver atrás, pero el mundo que surja podrá cambiar si actuamos para que eso suceda. El final está abierto; por ello no es susceptible de especulaciones deterministas ni de una visión fatalista. La alternativa puede ser avanzar hacia la construcción de una civilización con profundo contenido humano o la barbarie. Contrariamente a lo que predican muchos, el resultado final no está garantizado.
